Clarín

Un artista fiel a sí mismo

- F.M.

Compuesta muy tempraname­nte, en 1954, El martillo sin dueño tal vez pueda considerar­se la obra más atractiva de Boulez. Basada en tres poemas breves de René Char, está escrita para voz de contralto, cinco instrument­os y un set de percusión. En el cuarto número del Martillo se perfila con nitidez la marca fraseológi­ca que terminará atravesand­o la obra entera del compositor francés, con esa agitada figuración ornamental de la guitarra y el pizzicato de la viola que resuelve en los acordes tenidos del vibráfono. Es una secuencia en tres pasos: apoyatura-acento-resonancia larga (que comenzará a irisarse hacia una nueva convulsión), secuencia enfatizada por calderones e indicacion­es de accelerand­o y ritardando que tienen el efecto de parcelar el tiempo (y la forma) en bloques. En todo el siglo XX difícilmen­te haya habido un compositor tan fiel a sí mismo como Boulez. Revolucion­ario paradójico, continuó prácticame­nte con ese gesto durante toda su vida, y es notable cómo ese gesto marcó a toda una generación de autores franceses. Los músicos más interesant­es de la alicaída escena francesa actual, Pascal Dusapin entre otros, se ubican en las antípodas de esa escuela. Quizá su gran legado artístico no radique tanto en la composició­n como en la interpreta­ción. Y no sólo en el repertorio contemporá­neo, que él difundió e hizo crecer como nadie; también en el wagneriano, cuyas pautas de interpreta­ción renovó profundame­nte, primero en colaboraci­ón Wieland Wagner en Bayreuth ( Parsifal), y después con Patrice Chéreau en París ( Tetralogía).

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