Viaje directo al corazón
T
omé un taxi en una esquina cualquiera de Buenos Aires, en la que, creo, nunca antes lo había tomado. Es más, lo tomé a una hora en la que habitualmente duermo, así que no había chance alguna de que alguien supiera que yo estaría allí en ese preciso momento. Subí, indiqué la dirección del diario y me distraje mirando por la ventanilla. Pensa- ba que sería un viaje más. Me equivoqué.
Cuando estábamos por cruzar la avenida Caseros, el taxista me preguntó si íbamos -o veníamos- al diario. Le dije que sí. Con mucha timidez y respeto, quiso saber si trabajaba aquí. Le dije que sí. Si hacía mucho, le dije que sí. Hubo un par de “sí” más. Hasta que llegó la pregunta de mi máximo temor: “¿Conoce a Silvina Lamazares? Trabaja en Espectáculos”. En cinco segundos, como mucho, mi paranoia se encendió, miré si la trabita de la puerta estaba puesta, imaginé cómo saltar por la ventana y caer como me habían enseñado en mis clases de judo, 40 años atrás. Y pen- saba cómo iba a hacer para marcar el 911 sin sacar el celular del bolsillo.
Pero, curiosamente, fue su propia voz la que me devolvió la calma sin que tuviera que hacer la heroica: “Yo fui amigo de la infancia del padre, que se murió hace mucho, un gran tipo, y siempre quise venir a verla. ¿La conoce?”. Me salió un “sí, soy yo”, empapado por las lágrimas. Si bien no me había movido del asiento, sentí que me desplomaba. Y en ese momento no me dio para pensar por qué habría parado a ese taxi y no a otro. Lo bien que hice, por otra parte. Fue un hermoso viaje al corazón, sin necesidad de recurrir al judo.