El cuidado y el optimismo
La vida, ese constante abrir y cerrar puertas, no permite leer el futuro hasta atravesarlo. Ahí está la aventura que vale: las certezas faltan pero el camino ya tienta. Julio partió en 1981 a Canadá con la idea de pasar un año, quizás aprender algo más de medicina ... o de inglés. Una cosa llevó a la otra y, esfuerzo mediante, se convirtió en una figura mundial en el tratamiento del sida.
La vida también es circular. Se fue para desprenderse de la figura de su padre, un prestigioso neumonólogo. Lo logró aunque –cosa extraña– lo integró a su profesión: la idea de conjugar diferentes drogas para las enfermedades infecciosas había sido idea suya con el objetivo de tratar ciertos casos de tuberculosis. Así hay una prehistoria argentina en la reconocida combinación de medicamentos –el “cóctel”– que permite mantener al cuerpo casi asintomático pese a la infección.
Julio tomó lo mejor de su padre y, como los buenos discípulos, lo superó. Se atreve hoy, además, como científico –algo extraño en ese ambiente– a confesar cómo su vida personal se transformó al estudiar la enfermedad.
La Argentina del año 80 no es la actual, posiblemente el autor también hubiera cambiado aquí su cierto conservadurismo social. Pero es llamativo que allá haya liderado un debate polémico que atravesó, también, su vida. ¿El médico debe juzgar o el médico debe ayudar? ¿La sociedad tiene que estar diseñada para lo que se considera “promedio” o se deben generar espacios para que todos estén incluidos? ¿La verdadera democracia es “normalizar” al otro o empezar por escucharlo?
Parece importante recordar que el sida aún no está controlado. Y que sea cual fuere el método que cada uno usa para protegerse, no hay que dejar de hacerlo. Pensar que las posibilidades de tratamiento –no de curación– constituyen una excusa para olvidarse del virus, es la peor opción para el optimismo, una sensación que, afortunadamente, ya no es tan ajena en esta epidemia.