Clarín

El disfraz

- Marcelo Birmajer

“Los cotillones por Lavalle son como oasis, o espejismos en el Once”, me dijo mi amigo Bulek. “Entre tantas casas de tela, entre Junín y Pueyrredón, alguna ferretería, ahora una que otra casa de proteínas para gimnasio, ese despliegue de disfraces, narices de payaso, espuma de carnaval y serpentina … Esas cosas inútiles, con el único fin del entretenim­iento, siempre me aliviaron el alma. Es verdad, es verdad, hacia Callao, antes y después de Ayacucho, se despliegan las benditas casas de venta de cine clásico. Pero son un mundo aparte, no un respiro en medio de la cotidianei­dad. Cuando yo tenía once años, saber que además del trabajo y la escuela, existía el misterio de los cotillones, me hacía menos difícil la vida. Alguna vez le preguntaro­n a Mercedes Sosa sobre Charly García, respecto a una seguidilla de entradas y salidas de Charly de internacio­nes, y Mercedes contestó: “Vivir es muy difícil”. A los once años también. Y a los cuarenta, y a los ochenta. No se trata de que nos inventemos problemas, que además lo hacemos, sino que la vida en sí, sin ninguna complicaci­ón agregada, ya es difícil. Y no te voy a decir que los cotillones eran únicamente una fuente de alegría. Yo te estoy hablando del misterio. Cuando ya no me acuerdo en qué década comenzaron a llegar las máscaras de goma… esas máscaras vacías, en los negocios cerrados, en un atardecer de shabat. Como si las criaturas que latían en esas máscaras nos observaran asombradas, o al acecho. El rostro siempre un poco maligno del rey Momo en los aerosoles de espuma. Una espada pirata de plástico dorado. El mundo no era sólo la casa de mis padres, ni el colegio. Pero, extraño como te resulte, yo nunca entré a un cotillón hasta que la señora Baigorria abrió el suyo. ¿Te acordás de la señora Baigorria? –Cómo olvidarla–repliqué. –Yo iba a clase con el hijo, Lucho Baigorria, ¿éramos uno o dos años menos que vos? ¿Vos cuántos años tenés? –Eso mejor olvidarlo–repliqué. –No sé a qué edad lo decidimos, pero siempre supimos que era una mujer hermosa. Estaba casada con el guardia, que primero trabajó como seguridad en un banco, y después fue el sereno del garage de Viamonte; el que usaba revólver.

–Pero ella no había nacido en el Once –recordé–. Él la trajo como esposa, y Lucho sí nació en el barrio, a dos cuadras de tu casa, ¿no?

Bulek asintió, y continuó: –“No sé en qué fiesta escolar, Amalia Baigorria resolvió los disfraces de todo el grado, con gran agradecimi­ento y aprobación de los padres. Ahí surgió la idea de ponerse el local de disfraces, principalm­ente, pero acompañado de cotillón. Te confieso que nunca en mi vida pensé en disfrazarm­e. Ni antes ni después. No participo de ninguna fiesta de disfraces. No me disfrazo en Purim. Del mismo modo que no bailo ni me atuso el bigote. Respeto a quienes llevan adelante estas prácticas, pero por algún motivo están más allá de mis posibilida­des de acción. Pero cuando Amalia abrió su tienda, supe que con tal de verla yo sería el Hombre Araña o Superman. La abrió en enero, y yo usé como excusa el siguiente carnaval en Obras Sanitarias. Si mal no recuerdo, se trataba únicamente de un recital de rock, con el nombre de carnaval, pero sin ninguno de sus aditamento­s. No me importó, ni a ella. En su local de Lavalle, entre Paso y Larrea, elegí para probarme un disfraz de Namor, el rey de los mares, que incluía un tridente de Neptuno. El traje era pegado al cuerpo y yo temí no poder ocultar el motivo que me había llevado hasta allí. Amalia me permitió calzármelo en un probador. Y entonces ocurrió”. –No–me escuché decir. –No, no–me atajó Bulek–. Yo tenía once años, no más. Apareció una niña, quizás de doce, disfrazada de Hada Patricia. El hada de Hijitus, cuando el show de Hijitus iba en vivo por la tele. ¿De dónde apareció? Me miró en el espejo, aprobó con un gesto, me tocó con la varita, cerré los ojos y me besó en los labios. Por un instante, vivir fue estrafalar­iamente fácil. Por un instante. Cuando los abrí, ya no estaba, y el peso del mundo cayó otra vez sobre mis hombros”.

–¿Y quién era ella?–pregunté conmovido.

–Todavía no lo sé. Se parecía mucho, pero mucho, a Amalia. Pero Amalia tenía un solo hijo, Lucho.

Miré a Bulek con una expresión de exagerado estupor.

–No, no era Lucho disfrazado. Lucho había salido bien rubio, de ojos claros, como el padre. Y esta hada Patricia era de piel oscura, y ojos aceitunado­s, como Amalia. Muchas veces he pensado que Amalia, uno o dos meses antes de casarse, tuvo una hija con otro, y la ocultó. Hasta que apareció frente a mí, en ese probador, en ese cotillón de la calle Lavalle.

Nos quedamos callados durante lo que me parecieron horas. El silencio no nos pesaba como a dos personas que no saben qué decirse, sino en sí mismo, en cada uno, frente al misterio del mundo.

–Vivir es muy difícil– se despidió Bulek.

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HUGO HORITA
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