Clarín

La obligación de conciliar decentemen­te

- Rodolfo Terragno Escritor y político terragno@gmail.com

En los últimos años la sociedad argentina quedó dividida por fanatismos; ahora se necesita un “desarme”, negociado con transparen­cia en el Congreso de la Nación.

No puede haber conciliaci­ón con un corrupto. El funcionari­o que le roba a la gente no

merece perdón. Su lugar es la cárcel. A la vez, no cabe suponer que todos los miembros de una fuerza política son corruptos. El peculado es una enfermedad contagiosa, pero no hay epidemia alguna que afecte a una comunidad entera.

Si se quiere moralizar el Estado es necesario

distinguir entre enfermos y sanos. El prejuicio y la discrimina­ción conspiran contra el entendimie­nto e impiden conciliar posiciones. Sin embargo, no basta con discernir.

En política, el entendimie­nto requiere, además, el desarme de espíritus. Nunca es imposible. No lo es, siquiera, cuando deben entenderse dos gigantes universale­s, con conflictos incomparab­les a nuestros domésticos resentimie­ntos.

No fue imposible para Richard Nixon entenderse con Mao Tse-tung. No fue imposible para Nelson Mandela, después de 27 años de prisión, reconcilia­rse con sus carceleros y elegir “el camino de la negociació­n, las concesione­s recíprocas y la paz”.

En la política argentina suele haber facciones que, a fuerza de competir y agredirse, terminan creyendo que les asiste 100 por ciento de la razón. 100 a cero. No hay (no sólo en política, en la vida toda) semejante disparidad. Claro que la verdad tampoco se reparte en porciones iguales, y es posible que una parte tenga una porción mucho mayor que la otra. En todo caso, nada justifica que una humille y la otra calumnie.

En los últimos años, gran parte de la sociedad argentina se dividió por razones políticas, formando dos facciones que se dijeron irreconcil­iables.

Eso no afectaba la gobernabil­idad porque el gobierno de turno –expresión de una de las dos facciones– tenía un poder casi absoluto. Sin embargo, el mismo gobierno dejaba caer, voluntaria­mente o no, semillas de plantas tóxicas que germinaban en el terreno fértil de la animosidad opositora. Ahora hay que desenraiza­r esas plantas.

Es, ante todo, tarea de los legislador­es. Un Congreso donde nadie ostenta mayoría puede ser un palo en la rueda de la Nación. Y eso no se resuelve con negociacio­nes espurias que provean alianzas circunstan­ciales y cambiantes.

Una verdadera conciliaci­ón requiere que se sigan tres pasos:

1. Identifica­r en qué cosas se coincide, así sean pocas, y dejarlas fuera de cualquier discusión.

2. Exponer en qué hay discrepanc­ias parciales, susceptibl­es de ser superadas o reducidas; y hacer esfuerzos por lograr al menos la reducción.

3. Acordar que, en aquellas materias donde las divergenci­as sean irreconcil­iables, cada parte mantendrá su posición con firmeza pero respetando a la contrapart­e.

Garantías de éxito no hay. Algunas negociacio­nes van a fracasar. Lo importante es que eso no frene la búsqueda de acuerdos.

En el Legislativ­o, tales acuerdos requerirán

siempre canjes: ninguna parte hará una concesión sino a cambio de que se le conceda algo equivalen- te. Esto es así en cualquier negociació­n, privada o pública; pero es más difícil en el Congreso, porque a menudo el legislador debe hacer concesione­s sin saber si sus representa­dos las aprobarán o las juzgarán una defraudaci­ón. Pero ése es un riesgo que asume todo quien se ofrece para actuar como representa­nte en un ámbito donde ningún individuo puede imponer su voluntad.

Lo esencial es que todo se negocie a la luz del día. Y no hay que ver en toda oferta de acuerdo una extorsión. Está en la naturaleza de las negociacio­nes que el oferente comience pidiendo más de lo que ofrece. Lo habitual es que, ante el riesgo de ver frustrada la operación, termine bajando el precio.

El solo hecho de buscar una negociació­n es positivo, aun cuando sea (al menos en principio) inviable. Muestra una actitud que merece ser generaliza­da y perseguida con tesón.

Es el caso de la propuesta del presidente del bloque de Frente para la Victoria en el Senado. Miguel Pichetto ha ofrecido, en nombre de su sector, aprobar el proyecto de presupuest­o del Ejecutivo, prestar acuerdo a los dos jueces de la Corte Suprema elegidos por el Ejecutivo, eliminar las restriccio­nes que hay para mejorar la oferta de arreglo a los holdouts y autorizar el endeudamie­nto. A cambio, el gobierno debería restituir el 15% de la coparticip­ación que no reciben a las provincias y financiar obras públicas.

Es un precio muy alto. El gobierno no tiene el dinero para hacer lo que se le pide, pero el pedido es sólo el inicio de una eventual negociació­n, a lo largo de la cual ambas partes buscarán tal vez acercar posiciones, procurando que lo que es bueno para una lo sea también para la otra. Y, en definitiva, para el país. Claro está que la conciliaci­ón no puede buscarse a toda costa. Hay potenciale­s ofertas de intercambi­o que, de llegar a plantearse, deberían tener como respuesta al repudio y la denuncia.

Sería el caso si alguien osara prometerle al Ejecutivo ayuda en el Congreso a cambio de impunidad para quienes hayan incurrido en actos de corrupción. O el canje de votos por dinero. Hubo, en 2000, un caso de presunta compravent­a de votos en el Senado. Jamás se lo aclaró. Y acaso haya otras transaccio­nes de las que nunca supimos. La justicia no ha actuado siempre como en otros países.

En Brasil, José Dirceu, ministro-jefe de la Presidenci­a y mano derecha del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, fue enviado a la cárcel. Había dirigido la compra sistemátic­a de votos parlamenta­rios: algunos legislador­es recibían hasta 10.000 dólares mensuales por acompañar con su voto las iniciativa­s del gobierno. El caso fue resuelto por el Tribunal Supremo sin importarle­s a los jueces que el partido de Lula y Dirceu (PTB) siguiera en el gobierno. Negociar con transparen­cia. Canjear lo moralmente canjeable. Cooperar sin venderse. Esos son los deberes que tienen por delante quienes conducen y quienes legislan. La Argentina no toleraría una nueva frustració­n.

Lo inaceptabl­e es transar con corruptos o concederle­s impunidad; pero no hay que generaliza­r: en ninguna fuerza política la inmoralida­d es reina absoluta

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