El uso abusivo de la metáfora
Sopla la tarde. El huracán de tu pelo. El viento como parábola de la locura, siempre. La metáfora es encontrar la palabra injusta en el momento indicado. Razonablemente, uno cree que la metáfora mejora las cosas. Si fuera auténtico, todos andaríamos diciendo “sopla la tarde” y sin embargo decimos “hay un viento del carajo”. O sea, el soplido es atacado por una circunstancia real (“viento”), pero calificado de un modo muy poco representativo (“carajo”).
Esta situación debería auspiciar una investigación exhaustiva sobre el uso corriente de las metáforas y los adjetivos. ¿Quién te muestra mejor? ¿La metáfora o el adjetivo? Mal formulada la pregunta, porque la metáfora no te muestra. Te oculta. La metáfora es el gran triunfo de la poesía, y la poesía nunca va de frente, acaso porque su ADN coincida con cierta idea de tolerancia; es decir, de hipocresía y falsedad. Se presume, por una cuestión de fronda y matorral, que la metáfora es más propia de los paisajes cálidos con severa tendencia a realismos mágicos y barroquismos abaratados. Nótese que la metáfora llegó hasta las canchas de fútbol y los programas de chismes. Eso hace que el adjetivo empiece a convertirse en necesidad. Adjetivar los sustantivos comienza a tener una importancia que, cada vez más, se va pareciendo a la búsqueda de la verdad.
Habrá que sospechar del que habla con metáforas. Sospechemos del poeta que todos llevamos dentro. Y si no, el adjetivo crecerá por todas partes como hongos después de la lluvia. O como una bola de nieve