Clarín

La obra eterna de Quinquela

- Judith Savloff jsavloff@clarin.com

Lo lógico es pensar que, por un lado, está Benito Quinquela Martín (1890-1977), el pequeño huérfano adoptado por carboneros, aquel chiquito desgarbado que hombreaba bolsas en el puerto, que empezó a garabatear un poco a escondidas y que ya adulto y triunfante le dijo que no al contrato que le ofreció Mr. Farrel, rey del acero, para pintar sus fábricas de Pittsburg.

Que, por otro lado, están sus cuadros, los emblemátic­os barcos de colores saturados y cielos de fuego entre los cuales transitan hombrecito­s oscuros y encorvados por el peso que cargan.

Y que además está La Boca, el escenario.

Pero las diferencia­s entre Quinquela (hombre y mito), obra y barrio no son tan claras. “La Boca es un invento mío”, declaró el artista. Y afirma Víctor Fernández, director del Museo Quinquela de La Boca, que no estaba equivocado. “No sólo legó una importante colección de pintura –explica–. También transformó el entorno”. A la Boca real, con otra, imaginada.

Impulsó el museo y un lactario, entre otras institucio­nes. Y diseñó Caminito, con casitas de chapa pintadas, arte y tango – Caminito se llama el que Juan de Dios Filiberto musicalizó en 1926–.

No es todo. “Quinquela articuló tradicione­s para crear y nos convenció de una Boca que no existía”, dispara Fernández. “Había tangos que hablaban de barcos que recalaban en un espacio turbio y brumoso pero, por él, hay una postal a puro color”.

El Museo (Pedro de Mendoza 1835) ofrece visitas guiadas sábados y domingos a las 15 (bono $ 30 o gratis) por lugares que lo marcaron y a los que él marcó. La ex carbonería familiar. La calle Garibaldi, con viviendas del XIX. “Parte del paisaje cultural boquense, del patrimonio fuera del Museo”, dice Fernández. El Riachuelo. Colores. Esos colores a los que Quinquela dijo que andaría “prendido” incluso después de muerto.

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