Clarín

Una reunión no se le niega a nadie

- Alberto Amato alberamato@gmail.com

Una de las pasiones argentinas es estar reunido. Hubo una época, tal vez no tan lejana, en que vos preguntaba­s por alguien, por teléfono o en persona, y de modo automático te llegaba la respuesta: está en reunión.

Tanto era así, quién sabe si no lo es todavía, que hubo gente que se reunió para poder hacer decir que estaba en reunión. Reunirse era símbolo de estatus. Si estabas en reunión, eras alguien. Si no …

Si uno echa cuentas de las reuniones diarias de las que fue testigo o siempre involuntar­io partícipe, y a cuarenta minutos-país, promedio, gastados en los últimos, digamos, treinta años, a este país y a muchos de sus habitantes se les ha ido la vida en reuniones. Y si es cierto que las reuniones son productiva­s, Argentina debería ser una potencia mundial y no este leve quejido del Sur donde el ratón lo corre al gato y el ladrón es juez, María Elena dixit.

Las grandes civilizaci­ones se hicieron sin reuniones. Una o dos y a trabajar, que el enemigo acecha. Y aún perduran.

Lo extraño es que reunirse no parece ser muy grato. Siempre que hay una reunión, alguien convoca, pero los demás bufan. Las hay que se han hecho hábito, costumbre, hastío; las hay mínimas como en un doble de tenis o gigantesca­s, con aspiracion­es de convención; pero todas tienen un aire de disciplina escolar de los años cincuenta que estremece y te hace sentir medio pánfilo. Uno no es quien es, en medio de una reunión. La pregunta es, ¿por qué y para qué nos reunimos? Eso es materia de debate. Merece una reunión.

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