Clarín

Borrachera que huele a libertad

- Patricia Kolesnicov pkolesnico­v@clarin.com

El grito causa algún sobresalto en la verdulería. A las dos señoras que compramos -una con changuito rojo, una con bolsita de supermerca­do-, al hombre que nos atiende, al nene que hacemos como que no está trabajando ahí. El grito no dice nada, no tiene letra, es grito en estado puro, como un tema instrument­al, un solo de garganta muy bacheada. En la verdulería no decimos nada, damos un saltito por dentro, cada uno por dentro, no hacemos caras, no levantamos la ceja, no comentamos. Pero la señora del changuito da unos pasos hacia la calle, saca la cabeza, busca.

Es de mañana, es la hora en que el sol ya calentó el aire, el barrio está más o menos manso, en el café muchos estiran el desayuno con el diario, vuelven en calzas las alumnas de la clase de yoga, lo de siempre. La señora no ha detectado la fuente del grito, apenas hay unos hombres charlando, calma y ya está poniendo en su carro la oferta -3x20- de mandarinas, acaso las últimas de una estación que las prodigó. Eso es todo hasta que vuelve a tajear el aire el alarido y esta vez además de bramar está diciendo algo, así que los cuatro -nosotras, el vendedor, el nene- nos congelamos como en un videoclip vintage y ahora sí la voz tiene cuerpo: es el de siempre, el tipo alto, de pantalón de gimnasia y mentón de superhéroe que alguna vez debe haber sido rubio. Viene con una botellita con líquido oscuro en la mano, va a hablar de esa pasión que es su caída y también su búsqueda. Grita: “¡¡¡La condición del borracho es la libertad!!!” Momento de introspecc­ión, mandarina en mano.

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