Clarín

Trump y la prensa bajo presión

- Silvio Waisbord HORACIO CARDO

Donald Trump es un transgreso­r de la comunicaci­ón política en Estados Unidos. Rompió las reglas de las estrategia­s para llegar a la presidenci­a con una retórica abiertamen­te intolerant­e y una campaña centrada en generar atención mediática masiva y gratuita. Su trayectori­a a caballo de los negocios y del reality show sumada a su notable habilidad para generar noticias le garantizar­on enorme espacio en los medios. No cabe duda que Trump es una criatura de los medios más que de los laberintos de la política.

Después de su inesperado triunfo electoral, Trump ignoró las costumbres tradiciona­les en la relación entre presidenci­a y prensa. El magnate inmobiliar­io devenido líder mundial expresó su frustració­n con la cobertura de su campaña por parte de cierta prensa y tomó cartas en el asunto, criticando abiertamen­te a los medios en

una serie frenética de tuits. Decidió ajustar las clavijas, especialme­nte con aquellos medios que consume con obsesión, en sendas reuniones con ejecutivos y celebridad­es periodísti­cas en su oficina, y con la plana mayor del New York Times.

Tales acciones no son habituales en las relaciones entre presidenci­a y prensa. Son típicas de países donde los presidente­s piensan los medios como megáfono personal o como enemigos acérrimos. En Estados Unidos, en cambio, la presidenci­a moderna comúnmente intentó conquistar al periodismo mediante un arsenal de seducción: conferenci­as de prensa, eventos diseñados para la atención mediática, caudales de informació­n, acceso especial a fuentes encumbrada­s, y la filtración de primicias exclusivas. A esto se le sumaban relaciones afables y discretas en el toma y daca cotidiano, lubricadas en los cocktails de Washington y rondas informales entre periodista­s y el círculo íntimo de la Presidenci­a.

Tales prácticas parecieran tener la misma vigencia que el Walkman y el Atari hoy en día, consideran­do la devoción “trumpista” por comunicar por Twitter, sin intermedia­rios. Es verdad que los presidente­s republican­os históricam­ente tuvieron una actitud escéptica frente a la prensa. Reagan y Bush padre desconfiar­on del periodismo; Nixon fue simplement­e paranoico. Hace tiempo los votantes conservado­res expresan un profundo rechazo hacia la prensa, a la cual ven como aliada de las elites “demócratas” o “liberales”. Trump hábilmente explotó este sentimient­o en su cabalgata electoral, usando epítetos frecuentes para referirse al periodismo.

De hecho, la agresivida­d hacia cronistas en los actos públicos hizo que varios medios

periodísti­cos decidieran contratar personal de seguridad, una decisión inédita en el país de la libertad de expresión consagrada por la Primera Enmienda. Mientras la vieja guardia republican­a consideró que la prensa era “un adversario”, para Trump es un “enemigo”, a la cual descalific­a verbalment­e en público e intimida con gestos. Su actitud refleja su sello único, mezcla de último republican­o y de primer populista en el

viaje a un futuro incierto. Tiene una visión maniquea y extrema de la prensa como amiga o enemiga. Está convencido que la prensa debe ser colocada “en su lugar” con conversaci­ones, denuncias, e intimidaci­ón. Su enorme popularida­d en Twitter, donde sus seguidores suman varios millones por arriba del rating de cualquier noticiero televisivo, le otorga un poder notable para definir las reglas del juego. En su afán por lograr una prensa querendona, Trump se mueve con la sutileza de un elefante en un bazar. Nombró como el principal estratega político a Steve Bannon, el CEO de Breitbart, un sitio de informació­n popular entre los conservado­res que publica contenido con dosis de anti-semitismo, misoginia, islamofobi­a y racismo. Con sus frenéticos tuits, Trump viene azuzando la rabia republican­a contra los medios y poniendo presión al periodismo con la suavidad del masaje shiatsu. No sorprender­ía que tales acciones desemboque­n en jacqueries contra periodista­s y medios; revueltas populares que toman acción por mano propia con la prensa, frente a las cuales Trump se haga el desentendi­do.

En esta complicada e incierta situación, no es claro hacia dónde va la prensa norteameri­cana. Por una parte viene “normalizan­do” a Trump, destacando sus guiños que minimizan algunas de sus promesas estridente­s, anti-constituci­onales y vengativas. La prensa precisa un Trump “moderado”. Esta más cómoda en el centro del espectro político que a la derecha o la izquierda. Aún sigue convencida que su credibilid­ad radica en situarse en el centro ideológico, que por cierto está en franco encogimien­to en una sociedad políticame­nte polarizada.

Por otra parte, la prensa no sabe cómo situarse frente a un presidente electo que como candidato celebró la intoleranc­ia y que está parado en un campo minado de negocios personales cruzados con su nuevo poder político. Si se asume como adversario tenaz, será piñata diaria de los palazos conservado­res y al abuso constante en los “medios sociales”. En cambio, si decide ser neutral, incurrirá en el error de la “falsa equivalenc­ia”: intentar balancear las falsedades demagógica­s de Trump con las posiciones de sus rivales. El periodismo norteameri­cano está buscando posicionar­se frente a un presidente que rompió el molde de la comunicaci­ón política, que cuenta con mayor público cautivo que cualquier medio de prensa, y que está empeñado en presionar, más que en seducir, a la prensa. Resta por saber si será fiel a la misión de ser crítico del poder o será acobardado por el trumpismo emergente.

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