Cuando la Justicia no enjuicia
Este año abundaron resonantes investigaciones judiciales sobre corrupción política. Vimos desfilar por Comodoro Py muchos ex funcionarios kirchneristas de primerísima línea. La pregunta que sobrevuela
y que la democracia debe responder es si van a haber culpables e inocentes, presos y
absueltos. Para eso, hay que responder otra pregunta que es anterior y quizás más importante: si esta vez la justicia va a enjuiciar. Porque la historia argentina nos enseña que todas las transiciones de gobierno traen aparejada una intensa actividad judicial que en general queda en la nada.
Se acerca fin de año. Hay varios ex funcionarios procesados. Vimos espectaculares procedimientos. Algunas detenciones. Pero
no asistimos a ningún juicio oral. Entonces estas líneas van a estar atravesadas por la cuestión de los tiempos judiciales. La intuición que envuelve al texto es que la justicia
no enjuicia; es decir, somete a las personas a proceso pero no termina los juicios. Someter y no enjuiciar. Esa es la tensión.
¿Por qué los tiempos? la justicia argentina no enjuicia, sino que en general las personas son sometidas a proceso, pero nunca
sabemos si son culpables o inocentes. Ello es un problema porque el mensaje judicial se limita a brindar incerteza sobre los casos, pese a que la constitución pone en cabeza del Poder Judicial brindar certezas. Certezas para saber si lo qué pasó fue legal o ilegal, pero también claros mensajes hacia el futuro sobre los límites entre lo prohibido y lo permitido. La función judicial es resolver los casos concretos pero también iluminar el espacio público. La clave del problema es que la administración de los tiempos de las investigaciones queda en manos absolutas de los magistrados. Y esto es un rasgo constitutivo del sistema judicial, anclado en las leyes y en las prácticas de los tribunales.
No es una cuestión de un juez o una causa determinada, sino de una serie de incentivos del sistema que induce a que estas cosas pasen en la justicia. Entre ellos la ausencia de mecanismos de control y de rendición de cuentas, el hábito de no cumplir los plazos, el excesivo formalismo, la subordinación de la justicia a la legalidad y el lenguaje expulsivo que de algún modo funciona como una malla que protege a la administración de justicia del escrutinio público.
Todo eso converge en esta idea de que la justicia no enjuicia pero somete. Someter, según la Real Academia Española, tiene varias acepciones. Dos se relacionan con el tema. Una es subordinar el juicio, decisión o afecto propios a los de otra persona. La otra es sujetar a una persona. Someter y no enjuiciar es malo para la sociedad y para la democracia. Porque, en definitiva, todo queda envuelto en
una eterna sospecha. Y la democracia solo se alimenta con luz.