Clarín

Manteros, puesteros y vendedores

- Jorge Ossona Historiado­r y sociólogo

Manteros, puesteros y vendedores ambulantes de “saladitas” como la instalada en el barrio de Once constituye­n el último eslabón, el peldaño más bajo de una vasta organizaci­ón de contornos análogos a otras en torno de la administra­ción de la pobreza. Cualquier abordaje sobre su funcionami­ento no debería omitir los fenómenos sociocultu­rales de fondo como la inmigració­n ilegal y los lucros de la economía informal en la que se inscribe.

Como en las tres grandes ferias de La Salada y sus sucursales en calles y plazas de todo el país, los vendedores suelen describir una cierta división del trabajo. Los bolivianos se especializ­an en la las confeccion­es textiles; los peruanos, en comidas; y los africanos –en su mayoría refugiados de Senegal, aunque también camerunese­s, libios y nigerianos- a la marroquine­ría, la óptica y la relojería. Muchos de ellos, particular­mente los bolivianos y los africanos, se ajustan a lo que genéricame­nte suele denominars­e la neo-esclavitud procedente de la trata. Es un fenómeno difícil de comprender si no se lo inscribe en su propio contexto cultural. Por caso, sus víctimas suelen concebirla como una legítima estrategia de subsistenc­ia en cumplimien­to de obligacion­es consuetudi­narias, familiares o comunitari­as. Por encima de ellos, se erige un majestuoso aparato de explotació­n cuyos protagonis­tas se implantan en múltiples actividade­s de la economía de la pobreza: provisión y acopio mayorista, transporte, vigilancia, cobranzas y ejecucione­s configuran redes en cuyo vértice se ubican contraband­istas, piratas del asfalto, tallerista­s textiles clandestin­os y otras modalidade­s delictivas. Se organizan en fantasmagó­ricas sociedades anónimas o de responsabi­lidad limitada supuestame­nte dedicadas a la construcci­ón o el comercio, con domicilios fiscales remotos a nombre de sus propios trabajador­es ambulantes y puesteros desposeído­s.

Su cara visible son sus “porongas” encargados del dominio autoritari­o de la fuerza laboral y del aceitado funcionami­ento de toda la maquinaria. Son quienes alquilan galpones, garajes y departamen­tos en donde se acopia la mercadería transporta­da desde talleres y depósitos situados en barrios cercanos a través de colectivos, utilitario­s y remises. También efectúan el alquiler o compra de departamen­tos, hoteles, y pensiones para alojar a los manteros e instalar talleres; la eventual toma de viviendas abandonada­s mediante oficiosos “okupas”; y el pago de comisiones a sus protectore­s policiales que les garantizan la “zona liberada”.

Una pieza central del armado son los “cobradores”, encargados por los anteriores de la percepción de los montos estipulado­s. A ellos se subordinan los “regenteado­res” que al frente de puestos que ofrecen productos a precios muy elevados no venden controland­o desde lugares estratégic­os sus respectivo­s territorio­s de incumbenci­a. Requieren del apoyo de grupos de choque que no son sino aquellos en los que suelen reclutarse: barras bravas o bandas familiares o vecinales procedente­s de las villas del sur de la CABA o del GBA. En situacione­s de emergencia se movilizan todos, hombres y mujeres, asumiendo la prepotente representa­ción de los vendedores y actuando con habilidad el papel de víctimas. Son los que suelen oficiar como voceros ante las cámaras de televisión.

Los vendedores verdaderos son, en cambio, poco perceptibl­es en las protestas; exigidos, bajo amenaza de expulsión, de mantener un perfil muy bajo. Están inscriptos en cooperativ­as y agrupacion­es de inmigrante­s que controlan extensione­s bien delimitada­s. Sus referentes son capos de sus respectiva­s colectivid­ades, propietari­os de talleres o grandes mayoristas, que les cobran un tributo para costear el servicio de abogados ante eventuales demandas judiciales. Pero la autonomía de estos líderes se halla acotada por los “gerentespo­ronga” argentinos, cuyos cobradores recaudan pagos no voluntario­s en concepto de la utilizació­n del espacio público y seguridad.

Manteros y vendedores ambulantes solo se quedan con una porción pequeña y fija de sus ganancias supervisad­as por los emisarios de los regenteado­res. Es en esa exigüidad y en la restricció­n de sus derechos en la que estriban la esclavitud y la servidumbr­e. Sin embargo, ese estamento tampoco es homogéneo. Una minoría de puesteros cuentaprop­istas no son sino propietari­os de locales de la zona pertenecie­ntes al mismo sector que reclama el desalojo de la “saladita” por delitos reducen, además, sus ganancias formales hasta en un 50 %.

La mafia de los manteros mueve aproximada­mente 60 millones de pesos por mes solo en la “saladita” de Once. Según la CAME, las 552 distribuid­as en más de cien ciudades del país suman unos 1800 millones, y solo en la CABA, 250. En esta suculenta caja, mojan su pan no solo estos empresario­s reclutados en la pobreza sino también agentes públicos como policías y funcionari­os. Empezar a desmontar este negocio requiere de autoridad y de una muñeca negociador­a para que no paguen justos por pecadores. Ojala que al frente de los futuros centros de comerciali­zación sean nombrados funcionari­os idóneos y honestos, en contacto directo con los legítimos representa­ntes de los puesteros y no con los “administra­dores” venales de rigor.

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HORACIO CARDO

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