Clarín

La princesa estará triste, pero vive en el presente

- Patricia Kolesnicov pkolesnico­v@clarin.com

Hay versos que son parte de nuestra vida, parte del lenguaje, que, de tan andar por boca de todos, casi se han vuelto anónimos. “La princesa está triste, qué tendrá la princesa” es -¿o era?- uno de ellos.

La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?/ Los suspiros se escapan de su boca de fresa,/ que ha perdido la risa, que ha perdido el color./

La princesa está pálida en su silla de oro, / está mudo el teclado de su clave sonoro, / y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

Pero no son para nada anónimos estos versos. Esta semana se cumplieron 150 años del nacimiento, en Nicaragua, de Rubén Darío, su autor.

Si se busca en las encic lopedias se verá que Darío es quien trae el modernismo y que el modernismo, se dirá, es la única corriente literaria que fue de América a Europa. Surgido a fines de siglo XIX, el modernismo es cosmopolit­a, refinado, sensual y con cierta mirada al pasado. Veníamos del romanticis­mo y su exaltación de la naturaleza y lo nacional; esto es otra cosa. Princesas, dioses y el recuerdo de la cultura griega pero tamizada por los terciopelo­s parisinos. Amo más que la Grecia de los griegos/ la Grecia de la Francia, escribe Darío. Vive en un mundo, en cambio, que asoma al siglo XX y donde la industrial­ización marcha a todo vapor. Faltan pocos años para la Primera Guerra Mundial, para la Revolución Rusa. ¿Cómo pararse ante ese siglo? Darío piensa en el cuello del gran cisne

blanco que me interroga. Los versos de la princesa pálida que está presa en sus oros, está presa en sus tules fueron publicados en Buenos Aires en 1896: Darí o vivió acá entre 1893 y 1898 y acá salieron sus Prosas Profanas.

¿A qué venían las princesas, los dragones, la Grecia de Francia? La ensayista Sylvia Molloy cita al mexicano Octavio Paz, que decía que los escritores latinoamer­icanos de fin de siglo habían encontrado en la decadencia europea un camino hacia el presente. Postulaba Paz: “Los modernista­s no querían ser franceses, querían ser modernos (...) En los labios de Rubén Darío y sus amigos, modernidad y cosmopolit­ismo eran términos sinónimos”. Y anota Molloy: “Paradójica­mente, entonces, la apropiació­n de la decadencia europea en América latina fue menos un signo de degeneraci­ón que ocasión de regeneraci­ón: no es el final de un período sino una entrada en la modernidad, la formulació­n de una cultura fuerte y de un nuevo sujeto histórico.” En esa pose, dirá Molloy, en esa apuesta América latina busca una voz propia, una voz nueva.

Es que América latina todavía se está armando. Pasaron apenas 20 años desde que el Martín Fierro nos hablara de la frontera, del territorio indio, del malón y acá está Darío pidiendo: Ámame en chino, en el sonoro chino/ de Li-Tai-Pe. Yo igualaré a los sabios/ poetas que interpreta­n el destino. Y en el mismo poema: Ámame japonesa, japonesa/ antigua, que no sepa de naciones/occidental­es; tal una princesa/con las pupilas llenas de visiones. Y más: ¿O un amor alemán?¿que no han sentido/ jamás los

alemanes? E incluso, a menos de cien años de la Independen­cia: Y amor lleno de sol, amor de España, /amor lleno de púrpuras y oros. Y por si no queda claro, Darío concluye: Ámame así, fatal cosmopolit­a.

Falta un poco para que llegue Oliverio Girondo y, en 1922, escriba sobre Dakar, Río de Janeiro y Francia como un ciudadano del mundo, falta un poco para que llegue Borges y nos diga que nuestra cultura está hecha, justamente, de la posibilida­d de tomar libremente elmentos de distintas tradicione­s. “Repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo”, dice Borges.

Darío, el modernismo, tuvo quien le contestara. En 1911, el mexicanoEn­rique González Martínez publica un poema en el que propone: Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje/que da su nota blanca al azul de la fuente; / él pasea su gracia no más, pero no siente/ el alma de las cosas ni la voz del paisaje. El propio Darío ya se repensaba en 1905 cuando escribía: Yo soy aquél que ayer no más decía/el verso azul y la canción profana,/en cuya noche un ruiseñor había/que era alondra de luz por la mañana. Y, en tono de confe

sión, dice: La torre de marfil tentó mi anhelo; /quise encerrarme dentro de mí mismo.

Esa, la torre de marfil, sería otra imagen que calaría hondo. Los escritores de la torre de marfil, aislados, borrachos de estética, entre sedas, japonerías, chinerías, elefantes. Y del otro lado -la oposición se renueva de distintas maneras en muchos momentos- los escritores comprometi­dos, directos, que hablan del mundo que es.

Molloy hace pensar, en su libro Poses de fin de siglo, en que ese gesto afeminado del modernismo -por mas que se criticara la homosexual­idadtrazab­a una diferencia, una política, una independen­cia. No hay manera de estar en la torre de marfil, no hay torre. Siempre se vive y se escribe en el presente.

Esta semana se cumplieron 150 años del nacimiento de Rubén Darío, autor de versos que ya son patrimonio de todos

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