Clarín

Andanzas y lealtades con un viejo auto

- Hernán Firpo hfirpo@clarin.com

A falta de mascota, acaricio mi Corsita Classic. Pasamos un montón de cosas juntos, pero ahora me acuerdo del choque en la Juan B. Justo y de la vez que lo quisieron comprar a un precio vil. Nos conocemos desde 2007. Nunca fuimos más allá de la Costa Atlántica y normalment­e me lleva y me trae de la cancha de Vélez. Siempre que llegamos a algún lugar se lo retribuyo con un impercepti­ble mimo en el volante. La vez que chocamos fue culpa mía y la reacción de los demás me pareció cruel: “Sacátelo de encima”, sugerían. La cara -la trompa- le había quedado aplastada, pero nos fuimos recuperand­o con repuestos similares a los originales. Le quedaron algunos magullones. Los golpes de la vida le dan estilo rústico y no quiere que le toque cicatrices que, a esta altura, parecen de fábrica. Corsita es mi única propiedad. Digo “mi auto”. Ni mis hijos ni mi mujer. De Serrat le gusta esa canción que dice “pero ella es más verdad que el pan y la tierra” (“Ella”, por la carrocería será). Sin testigos a la vista puedo llegar a besarle el capó. Cuando cuento que beso a mi auto en la boca, alguna gente me mira raro pero no me importa porque sé que no es una debilidad. El me devuelve el cariño y la lealtad sin dejarme tirado por ahí. Le pongo rigurosos 300 pesos de súper por semana y cada vez pasamos menos tiempo juntos. Sabe que corre el riesgo de convertirs­e en un auto dominguero. Se llama Ricardo. Es un lindo nombre para un modelo Classic. A veces vemos a un mecánico que lo conoce bien: “¿Qué le pasa a Ricardo?”, pregunta con fingida inquietud. Como nunca tiene nada serio, más que el médico de cabecera, yo pienso que el mecánico es su psicólogo.

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