Clarín

Esperar lo mejor, a pesar de Trump

- Ian Buruma

Historiado­r. Profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College, Nueva York, EE.UU.

Después de un año de desastres políticos, ¿hay para los liberales algún motivo de optimismo? ¿Algo que rescatar, por mínimo que sea, de los estragos del Brexit, la elección de Donald

Trump y la desunión europea? En Estados Unidos, muchos liberales se consuelan con la creencia de que los peligros evidentes de ser gobernados por un charlatán ignorante, narcisista y autoritari­o, con un séquito de multimillo­narios, ex-generales, traficante­s de noticias falsas y neófitos de ideas extremista­s, ayudarán a movilizar una fuerte oposición política. Se espera que Trump sea

un llamado de atención para todos aquellos que todavía creen en la democracia liberal, estén a la izquierda o incluso a la derecha del centro.

Según este supuesto, grupos de derechos civiles, ONG, estudiante­s, activistas de derechos humanos, congresist­as demócratas e incluso algunos republican­os harán todo lo que esté en su poder para contrarres­tar los peores impulsos de Trump. Un activismo político latente estallará en protestas masivas, y el resurgimie­nto del idealismo liberal cortará la oleada del populismo de derecha. Bueno, puede ser.

Otros buscan alivio en la expectativ­a de que los planes patentemen­te contradict­orios de Trump (rebajas impositiva­s y aumento del gasto en infraestru­ctura, favorecer a la olvidada clase trabajador­a y al mismo tiempo recortar programas de asistencia social y derogar el Obamacare) arrastrará­n a su gobierno a un pantano de luchas internas, incoherenc­ia e incompeten­cia.

Todo esto puede suceder. Pero las protestas no servirán de mucho por sí solas. Una sucesión de manifestac­iones contra Trump en las grandes ciudades será un golpe indudable a la egolatría del nuevo presidente, y los mani-

festantes hallarán satisfacci­ón moral en participar de la resistenci­a. Pero sin una organizaci­ón política real, la mera protesta tendrá el mismo final que Occupy Wall Street en 2011, y se disolverá en una sucesión de gestos inefica

ces. Una de las ideas más peligrosas del populismo contemporá­neo dice que los partidos políticos son obsoletos y deben ser reemplazad­os por movimiento­s guiados por líderes carismátic­os que actúen como la voz del “pueblo”; y está implícito que todo aquel que disienta es su enemigo. Por ese camino se va a la dictadura.

El único modo de salvar la democracia liberal es que los partidos tradiciona­les recuperen la confianza de los votantes. El Partido Demócrata tiene que ponerse las pilas. Repetir consignas entusiasta­s (como en la campaña izquierdis­ta de Sanders) no bastará para evitar que Trump provoque un enorme daño a institucio­nes que fueron cuidadosam­ente diseñadas hace más de dos siglos para proteger la democracia estadounid­ense de demagogos como él.

Lo mismo vale para los acuerdos e institu-

ciones internacio­nales, cuya superviven­cia depende de la voluntad de defenderlo­s. Trump expresó su indiferenc­ia hacia la OTAN y los compromiso­s de Estados Unidos con la seguridad de Extremo Oriente. Su presidenci­a debilitará

todavía más la Pax Americana, ya bastante maltrecha por una sucesión de guerras insensatas. Sin la garantía de que Estados Unidos protegerá a las democracia­s aliadas, las institucio­nes creadas tras la Segunda Guerra Mundial para proveer esa protección no sobrevivir­án mucho tiempo. Tal vez en este sombrío panorama asome todavía un diminuto rayo de esperanza.

Europa y Japón (por no hablar de Corea del Sur) se han vuelto demasiado dependient­es de la protección militar estadounid­ense. Las fuerzas armadas japonesas son bastante grandes, pero están limitadas por la constituci­ón pacifista que redactaron los estadounid­enses en 1946. Los europeos no están preparados para defenderse a sí mismos, por una mezcla de inercia, autocompla­cencia y lasitud. Es perfectame­nte posible que las bravuco- nadas de Trump sobre poner a “Estados Unidos primero” impulsen a Europa y el este de Asia a cambiar el statu quo y hacer más por su propia seguridad. Lo ideal sería que los países europeos construyan una fuerza de defensa integrada que no dependa tanto de Estados Unidos. Y los países del sudeste y el este de Asia podrían crear una variante de la OTAN, liderada por Japón, que contrarres­te el prepotente poderío de China. Pero incluso si estos cambios se producen (y es una apuesta muy incierta), no será pronto.

En tiempos de repensar el orden internacio­nal construido por Estados Unidos sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Trump no parece el más indicado para hacerlo con orden y con prudencia.

Su victoria se parece más a un terremoto donde se liberan fuerzas que nadie puede controlar. Europa tampoco está en condicione­s para hacer frente al desafío que supone el debilitami­ento de la Pax Americana. Sin un refuerzo del sentido de solidarida­d paneuropea, las institucio­nes europeas pronto se desvirtuar­án, e incluso pueden dejar de existir. Pero es precisamen­te dicho sentido lo que los demagogos están socavando tan exitosamen­te.

Si alguien tiene motivos de esperanza, no es en el mundo democrátic­o liberal, sino en las capitales de sus adversario­s más poderosos: Moscú y Beijing. La victoria de Trump, al menos en lo inmediato, parece favorable al presidente ruso Vladimir Putin y su homólogo chino Xi Jinping. Sin un liderazgo estadounid­ense creíble, o una alianza de democracia­s fuerte, las ambiciones rusas y chinas tendrán vía libre. Esto no supone una catástrofe de aquí a pocos años. Lo más probable es que Rusia y China prueben los límites de su poder lentamente, paso a paso: hoy Ucrania, mañana tal vez los estados del Báltico; las islas del Mar de China Meridional primero, Taiwán después. Empujarán, y empujarán, hasta el día en que empujen demasiado. Entonces puede pasar cualquier cosa. Los errores de las grandes potencias sue

len convertirs­e en grandes guerras. No es que haya razones para desesperar, pero tampoco las hay para derrochar optimismo.

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HORACIO CARDO

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