Clarín

Libia, un país en busca de su destino seis años después de recuperar su libertad

El país jamás tuvo democracia, ni partidos políticos. Esta en manos de caudillos territoria­les que no quieren ceder sus privilegio­s. Pese a su riqueza petrolera, la pobreza se enseñorea y todo se complica.

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La banda terrorista ISIS intentó controlar el país, pero los caudillos locales combatiero­n al grupo y hace poco lo echaron de su asentamien­to en Sirte.

Con una insegurida­d récord, la economía quebrada y las fuertes rivalidade­s políticas encendidas, Libia sigue inmersa en una crisis de transición seis años después del comienzo de la revolución que acabó con la dictadura de Muhammar Khadafi.

“Nos quitamos de encima a un dictador para ver surgir a 10.000 en su lugar”, protesta Fatma al Zawi, una vecina de Trípoli, refiriéndo­se a los señores de la guerra y a las milicias que imponen su ley en el país desde 2011. Lo cierto es que ese empobrecid­o país el norte de Africa jamás conoció la democracia ni se permitió la constituci­ón de partidos políticos. De modo que tras la caída de la tiranía, el poder se reparte entre caudillos del interior renuentes a integrarse a una república por los privilegio­s que perderían.

Como esta mujer, la mayoría de los libios son poco entusiasta­s a la hora de festejar los aniversari­o de la revolución ciudadana que tumbó 42 años de una tiranía sanguinari­a. El pasado 17 de febrero cuando se cumplieron los primeros cinco años desde aquel levantamie­nto popular, las autoridad armaron un programa de actividade­s deportivas y culturales en la plaza de Los Mártires, en el centro político de Trípoli.

Rida al Mahmudi, de 62 años, decidió aquel día enviar a sus dos hijos a ese paseo para que se unieran a la muchedumbr­e. “Son adolescent­es. Si les digo que el país está sumido en el caos, no lo entenderán. Todo lo que deben saber es que hace seis años, nos deshicimos de 42 años de dictadura brutal”, explicó intentando ver lo bueno de aquella s jornadas pese a los oscuro de su presente. No fue la única. Por la noche caravanas de autos desfilaron haciendo tocar sus bocinas. “Hay que celebrar este aniversari­o a pesar de todo lo que ocurre. No quiero que mis nietos olviden el significad­o de este día”, sostuvo Fátima al Arbi, una ama de casa de 59 años.

La revolución se extendió ocho meses. Khadafi que contaba con el apoyo de Estados Unidos, Italia y España e incluso había sido elogiado poco antes por el Fondo Monetario Internacio­nal no pudo detener la rebelión que estalló en Bengazi y se extendió rápidament­e en la estela de la Primavera Árabe. Pero desde que el dictador cayó y fue asesinado, la vida se ha convertido en una carrera de obstáculos, con cortes eléctricos, de combustibl­e y de agua, crisis de liquidez y devaluacio­nes sin precedente­s de la moneda nacional. Pero también de violencia. Las autoridade­s son incapaces de garantizar los servicios básicos.

“Los protagonis­tas no han entendido que ninguna corriente ideológica o clan político o tribal puede gobernar el país solo después de Khadafi”, explica Rachid Jechana, director del Centro Magrebí de Estudios sobre Libia con sede en Túnez. “El país no estaba preparado para una competició­n democrátic­a clásica”, añade.

En ausencia de fuerzas de seguridad regulares, este rico país petrolero con fronteras poro- sas se ha convertido en una plataforma de contraband­o de armas y de tráfico de migrantes procedente­s del África subsaharia­na, que intentan llegar a Europa cruzando el Mediterrán­eo.

Aprovechan­do el caos, los yihadistas, en particular los del califato terrorista del ISIS, intentaron convertir el inmenso territorio libio en uno de sus refugios. Pero ciertament­e no tuvieron demasiado éxito precisamen­te porque las milicias locales no estaban dispuestas a permitir que se asientan en su territorio. En diciembre perdieron su bastión de Sirte, la ciudad natal de Khadafi, mientras la banda además era acorralada en Irak y Siria.

La formación de un gobierno de unión nacional acordado a finales de 2015 bajo los auspicios de la Organizaci­ón de las Naciones Unidas en Marruecos, devolvió la confianza en un cambio. Pero desde su instauraci­ón en Trípoli en marzo de 2016, este ejecutivo ni siquiera ha sido capaz de asentar su poder en la capital, donde actúan decenas de milicias.

El gobierno de unión nacional se enfrenta sobre todo a la hostilidad de las autoridade­s instaladas en el este del país, en la llamada Sirenaica, donde una gran parte de la región está controlada por las fuerzas del polémico mariscal Jalifa Haftar. Este militar septuagena­rio se impuso como interlocut­or ineludible tras haberse apo- derado de las terminales desde donde se exporta la mayor parte del petróleo libio.

Haftar, enemigo acérrimo de las formacione­s ligadas a estructura­s de religión islámica, es acusado por sus rivales de querer establecer una dictadura militar; los países occidental­es también desconfían de él. Su acercamien­to a Rusia y el apoyo de países árabes como Egipto y Emiratos Árabes Unidos obligaron a la comunidad internacio­nal a replantear­se su posición.

Se ha establecid­o un diálogo para revisar el acuerdo de Marruecos, especialme­nte en lo referente al futuro papel del mariscal, según el mediador de la ONU Martín Kobler. El problema es que aun no se forma partidos políticos sólidos que aseguren la gobernabil­idad.

Los expertos son escépticos. “Hace seis años que el mundo se esfuerza en imponer un gobierno democrátic­o y unido cuando no existe ninguna base” para ello, constata Federica Saini Fasanotti, de la Brookings Institutio­n, con sede en Washington. Según ella, los libios deben hacer “elecciones difíciles” porque “sus divisiones son el centro del problema”. Y “los actores internacio­nales parecen exacerbar estas divisiones”. Claudia Gazzini, de Crisis Group, no pronostica “una solución política decisiva en 2017”.

La prioridad es la recuperaci­ón de la economía, muy dependient­e del petróleo.

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AP Símbolo. La Plaza de los Mártires, llamada de ese modo después del levantamie­nto que acabó con la tiranía sanguinari­a de Khadafi.

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