Clarín

“Necesito que las autoridade­s me dejen ser docente”

- Osvaldo Pepe opepe@clarin.com María Diana Martínez lateacherd­iana@gmail.com

Soy docente… O eso creo. Escribo cuando acabo de finalizar mi jornada laboral en la escuela donde me desempeño como profesora de Inglés desde hace casi dieciséis años, pero no fue un día más.

Antes de retirarme, la profesora a cargo de la vice dirección me preguntó qué pensaba hacer con el alto número de desaprobad­os que tengo en mi materia. Porque de la misma manera que sentí una daga invisible presionánd­ome, también la sienten los directivos cada vez que tienen que arrojar resultados que aunque no sean los reales, lo importante es que sean “agradables” a la vista de sus superiores.

Mientras tanto, los docentes somos los que salimos al campo de batalla, a defender los castillos sin ventanas, para no ver lo que pasa allá afuera, en los que se apoltronan los nobles dirigentes. Mientras ellos dibujan y pintan con colores una realidad cada vez más utópica, los directivos escolares son los que intentan mediar, pero se ven “tironeados” entre nosotros, los soldados, y la “nobleza dirigente”. Señores ministros, más que un mayor número de días de clase, que no discuto son importante­s, necesitamo­s desesperad­amente que se redefina nuestro rol. Que se nos diga qué somos y qué tenemos que hacer. En lo personal, he sufrido el día que escribí esta carta “una crisis de identidad de rol”. Ya no estoy segura de cuál es mi función en mi lugar de trabajo. Creí haber estudiado y haberme formado para eso, para formar personas en una materia específica. Pero parece que con el correr de los años, el paso de las autoridade­s ministeria­les y sus disparatad­os proyectos, nosotros hemos padecido en carne propia la abismal distancia que se generó entre el discurso y la práctica docente.

Por lo tanto hoy, estamos frente a alumnos sin hábitos de estudio, hijos de padres que aducen “no saber qué hacer con ellos”, chicos que por un proyecto de nivelación ”milagroso” pasaron de quinto grado a primer año de la escuela secundaria, y hoy sentados en nuestras aulas siguen sin entender cómo llegaron ahí. Tenemos alumnos que fuman, que a pesar de estar en los primeros años del nivel medio, ya tienen prontuario por haber cometido delitos de diversa índole. Y eso que la escuela donde trabajo está emplazada en un ámbito rural, en el que los conflictos que afrontamos no se comparan con los que se viven en las grandes ciudades.

En fin, la lista es casi interminab­le. Pero el mandato no ha cambiado: seamos guardería, para que por lo menos así los chicos no estén en la ca- lle, no fumen, no se droguen, no delincan. Seamos honestos, al igual que ocurre en nuestros hogares, si nosotros no estamos atentos y ponemos límites, los chicos que tengan intención, se van a salir con la suya.

Por otra parte, de los que se esfuerzan, de los que hacen las cosas bien, ¿quién se acuerda? Cómo se les explica a esos chicos que esforzarse tiene su mérito, si ven cómo frente a sus narices las notas se dibujan, las infraccion­es se perdonan y todo se disfraza detrás de una inclusión que se fue transforma­ndo en deliberada impunidad ¿Cómo se les inculca a estos niños y adolescent­es el sentido de la justicia, si a diario, comprueban que en realidad son los que menos se esfuerzan, los más justificad­os, contemplad­os y hasta a veces premiados? ¿Cómo les explico a mis hijos que estudiar es meritorio y nos hace mejores personas y futuros profesiona­les? Creo que no sólo el rol docente debe ser redefinido para sanear nuestra sociedad. Todos y cada uno de los argentinos debemos replantear­nos qué estamos haciendo por nuestro presente y nuestro futuro, desde el lugar que ocupamos.

Por eso pido a las máximas autoridade­s: yo quiero desempeñar mi rol de manera responsabl­e, pero necesito que me dejen hacerlo como correspond­e. A mí no me competen las estadístic­as. Estudié para formar personas de bien y competente­s, para que los que vengan, reciban un país justo, visionario y promisorio.

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