Esas cosas que guardamos sin saber por qué
Es una llave, pero ya no sabemos cuál puerta abre; es un frasco de vidrio, con tapa metálica, que guarda decenas de tuercas y tornillos y clavos, comidos por la herrumbre; es el prospecto de una medicina que ya no sabemos si nos curó la gripe o la artrosis; son viejas lapiceras, secas, desarmadas; o casetes indescifrables porque no hay aparato para reproducirlos; o discos de cinco y un cuarto, o disketes de uno punto cuatro, que nos parecieron la gloria; son cables que alguna vez conectaron algo con otra cosa; o son botones de miles de colores y formas; o piedras de una playa ya olvidada; guardamos hasta esas prendas amadas, que ya no entran en un cuerpo que cambió de forma, tamaño y grosor. No son las pequeñas cosas que maravillaban a Serrat, las que dejó un tiempo de rosas en un rincón, en un papel, o en un cajón. No.
Son objetos prescindibles, carentes del sentido que alguna vez tuvieron o les dimos; borrados por la memoria pero no por nuestras manos. Son cosas simples que exceden la pa- sión del coleccionista. Es curioso, porque cada vez que hacemos limpieza, cada dos o tres años, tiramos de todo menos ésas cosas inútiles que escondemos contra viento y marea.
¿Por qué guardamos cosas inútiles? Tal vez porque nos atan todavía a un pasado feliz. O que recordamos feliz. Y nadie se desprende a conciencia de un solo átomo de felicidad. No tiramos buenos recuerdos a la basura.
En todo caso, en la próxima limpieza general. Mentiras: van a volver a ganar la batalla No es cierto que los tenemos: nos tienen. Y también los atesoramos por las dudas. ¿Por las dudas qué? Nada, por las dudas.