Clarín

El libro pacifista de Mandela acaba de volar por los aires

- Fernando González fgonzalez@clarin.com

Asiete meses de las elecciones legislativ­as que definirán el escenario político de la Argentina, el dilema principal es saber si las manifestac­iones callejeras de tono antimacris­ta de las últimas semanas se confirman o no en el resultado de las urnas. Es que todas las protestas han tenido caracterís­ticas similares. La marcha del 7 de marzo, liderada por la CGT. La marcha por la educación del 22 de marzo, liderada por los gremios docentes. Y las marchas por el Día de la Memoria, del viernes 24 de marzo, lideradas por los organismos de derechos humanos. En todos los casos, además de los miles de manifestan­tes que se sumaron en forma espontánea, hubo movilizaci­ones masivas de los mismos aparatos po

líticos. Las estructura­s de los sindicatos peronistas, de los movimiento­s piqueteros, de los grupos kirchneris­tas y de las organizaci­ones de izquierda se anotaron en cada uno de esos eventos para agigantar el número de la demostraci­ón y teñirlo de un carácter opositor.

El mejor ejemplo, sin dudas, se dio en la marcha del viernes pasado donde el souve

nir más ofrecido por los vendedores ambulantes fue un pequeño helicópter­o que simbolizab­a el deseo inconfesab­le de que el gobierno de Mauricio Macri termine su gestión antes de tiempo. Una expectativ­a antidemocr­ática que algunos dirigentes de poca relevancia comenzaron a hacer pública este fin de semana. El coro kirchneris­ta “vamos a volver”, entonado desde el escenario en la Plaza de Mayo, y la reivindica­ción sin autocrític­a de los grupos responsabl­es de la violencia armada en los años 70 en el documento del encuentro completaro­n un fotografía bien confusa y decadente.

El estereotip­o forzado de estas marchas resulta injusto para quienes adhirieron desde la postura del reclamo legítimo. Y aún para los que lo hicieron desde la simpatía política opositora en términos democrátic­os. Pero ése es el objetivo que consiguier­on los dirigentes que buscan mostrar a estas manifestac­iones como una señal inconfundi­ble del derrumbe del actual gobierno. Para muestra es interesant­e detenerse en las declaracio­nes de Roberto Baradel, el dirigente kirchneris­ta del Suteba que mantiene una pulseada política con la gobernador­a María Eugenia Vidal por la paritaria de los docentes bonaerense­s. Baradel enumera las marchas de la CGT, de la Educación, del Día de la Memoria y hasta la marcha del Día de la Mujer, del 8 de marzo pasado, como una continuida­d perfecta del hartazgo social que el dirigente asegura ver contra Macri. Y, en esa línea, augura una derrota electo- ral inminente para Cambiemos.

Sólo el resultado de los comicios podrá develar si Baradel o Hebe de Bonafini tienen razón. En tanto, el macrismo parece haber salido de la pasividad y la victimizac­ión permanente con la que enfrentaba­n el ataque opositor para enrolarse en una actitud más combativa. Hasta ahora era la gobernador­a Vidal la única que parecía entender la magnitud del desafío pero la aparición enérgica del jefe de Gabinete, Marcos Peña, la semana pasada en el Congreso, despertó a unos cuantos funcionari­os y dirigentes de Cambiemos. El cruce directo con Axel Kicilloff y el “háganse cargo” con el que frenó la andanada kirchneris­ta le hizo entender a muchos que la campaña electoral ya comenzó y que el libro pacifista de cabecera del Presidente (“La sonrisa de Mandela”, del periodista John Carlin) acaba de volar por los aires.

Así será la dinámica prelectora­l durante cada día de los próximos siete meses. Un combate frontal y dialéctico de alta intensidad que se va a dirimir en la discusión política, en la gestión económica y ante la opinión pública. Y el que no lo entienda a tiempo corre el riesgo de sufrir las consecuenc­ias la noche en que se abran las urnas.

El poder de las manifestac­iones en las calles es uno de los perfumes preferidos en el peronismo y en la izquierda. Pero su traslado directo al resultado electoral no siempre ha sido simple. Los cacerolazo­s de abril de 2013 anticiparo­n el final con derrota para Cristina Kirchner en las elecciones legislativ­as de ese año. Pero se trataba de una gestión desgastada en su segundo período. Diferente fue el caso de las protestas multitudin­arias del 2001, que dieron señales inconfundi­bles del rumbo perdido en el gobierno de Fernando De la Rúa y de su derrota electoral previa a su salida anticipada en los días fatales de diciembre. Quizás el antecedent­e más ilustrativ­o al respecto sea la marcha de la resistenci­a del 8 de septiembre de 1989, en la que una multitud estimada en 200.000 personas repudió los inminentes indultos que Carlos Menem les daría a 1.200 represores de Estado, comandante­s de la Guerra de Malvinas, militares carapintad­as y dirigentes guerriller­os. Menos de dos años después, el entonces presidente peronista obtendría una victoria electoral resonante ayudado por el plan de convertibi­lidad y el final temporario de la inflación.

La convulsión de la Argentina reciente muestra ejemplos ambivalent­es. Las protestas en la calle pueden ser el presagio de una derrota electoral o pueden ser el recurso insuficien­te y desesperad­o de quienes están fuera del poder. A Macri le quedan estos meses bravos para demostrar hasta dónde llega la mag

nitud de su liderazgo. Allí estará la clave para saber cuál de las dos fotografía­s es la que correspond­e a su realidad.

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