Cambiar de nombre a los viejos colores
Pintar el interior de un hogar suele convertirse en un problema. Porque además de correr muebles y convivir con el polvillo, debemos enfrentar un drama superior: la elección de los colores y sus nuevos nombres modernos. Hace años, el rosa era rosa, el azul era azul y, a lo sumo, el rojo era carmín. Hoy, los colores se hacen llamar por vocablos inconcebibles, y no es de extrañar que en la pinturería nos pregunten qué tal nos caería un calipso. ¿Nos están invitando un trago alcohólico? ¿Pretenden embriagarnos para deshacerse de unas latas vencidas de aguarrás? Cuando descubrimos que se refieren a un tinte símil turquesa y no a un trago con sombrillita, ya es tarde para recuperar nuestra autoestima.
Bastante nos costó aprender en la secundaria que Burdeos es una ciudad francesa, para ahora tener que saber qué lugar ocupa en la paleta cromática, y si además nos combina con el sillón celestito que heredamos de la abuela. La palabra “ante” dejó de ser una preposición para señalar el color de la piel de bú- falo, como si uno supiera, al toque y con precisión, en qué gama vienen estampados estos mamíferos.
¿Y qué pasa con la pintura color melón? ¿Es amarilla, naranja o verde? ¿Hablamos de un melón maduro o medio pasado? ¿Requerimos la opinión de un pintor o del frutero amigo? Toda la pasión que le podemos poner a la nueva decoración del hogar, queda eliminada frente a dilemas de color como “bistre” o “gules” y a la falta de un lingüista con un master en pigmentos. Tal vez debamos llevar una lata de cada uno, y dejar que la vida y los responsables de nombrar colores, nos sorprendan.