Monumentos al tiempo de los porteños
Salvador Dalí decía que el tiempo es una de las pocas cosas importantes que nos quedan. Tal vez sería mejor decir que es una de las pocas cosas importantes que nos pasan. Como sea, el pintor representó al tiempo con célebres relojes que se derriten, blandos, en el cuadro La per
sistencia de la memoria (1931): dijo que se ins- piró en el queso Camembert. Pero justamente porque el tiempo es una de las pocas cosas importantes que nos pasan, no es surrealista -como la obra de Dalí- que las sociedades hayan intentado medirlo, controlarlo. Y, a juzgar por las piezas que tiene Capital, muchas veces resultó reverenciado.
En Buenos Aires hay 64 relojes que dependen del Ministerio de Ambiente y Espacio Público, donde aseguraron a Clarín que “todos andan”. Y existen más, incluso privados. Están el reloj de sol (1802) de la Basílica de San Francisco. El de Legislatura (1930), en una torre de casi 100 metros, uno de los más altos. El “de los moros” (1927), inspirado en el de Plaza San Marco de Venecia y la otra reliquia con figuras de ese tipo que posee la Ciudad: el de “los colosos” de Siemens (1930). Además, el Big Ben local (1914), hecho en Inglaterra y donado por los residentes ingleses, un ícono, una postal.
Desde que el del Cabildo de 1763 empezó a marcar la hora oficial hasta la década de 1940, cuando aparecieron los modernos edificios racionalistas, esos aparatos, sobrios o decorados con mascarones, guirnaldas Art Nouveau o signos zodiacales, marcaron un ritmo para la vida pública. Puede que los relojes callejeros, majestuosos o ecológicos -como los que donó Japón en los ‘70, mejorados con tecnología LED-, no sean ya imprescindibles. Pero se trata de patrimonio, monumentos a las horas de los porteños. Monumentos variados y, en general, custodios de historias asombrosas.