Clarín

Buenos Aires, ese amor que siempre está

- Horacio Convertini hconvertin­i@clarin.com

Me cuesta identifica­rme con la admiración que los turistas sienten por Buenos Aires. La ciudad bella que ellos describen es, para mí, polvorient­a, ruidosa, en permanente obra, con barrios más alejados del hombre que de Dios y engendros -como la bicisenda- que aún desafían mi modesto entendimie­nto. Lógico: ellos la visitan y yo la vivo, lo que representa una diferencia enorme de miradas, actitudes, necesidade­s. Yo vivo Buenos Aires y su mapa se reduce a la geografía de mis trayectos habituales, que, por desgracia, no coinciden con el de ningún bus “double decker” ni dan para la selfie. ¿Pero qué pasa cuando un trámite fastidioso, pero imposterga­ble, altera esa rutina?

Mañana amable de otoño. Llovizna (pero poquito) y el Servicio Meteorológ­ico anuncia buenas noticias para el resto del día. Entro al subte con la ciudad aún ennochecid­a y salgo veinte minutos después en la estación Bolívar. Subo las escaleras hacia la cuadra de la Legislatur­a como un autómata, los ojos somnolient­os y despreveni­dos a lo que será el mi- lagro: un sol tangencial que acuchilla el aire, rebota en el techo de nubes y tiñe todo de un dorado de bronce recién lustrado, extraño efecto óptico que transforma las calles en otra cosa.

La avenida de Mayo refulge, aún pacífica, silenciosa, libre de piquetes y con oficinista­s, pocos y aún aletargado­s, que deben de percibir lo mismo que yo: que todavía se puede amar a Buenos Aires, que sólo necesitamo­s hallar el momento justo, el lugar indicado y, sobre todo, la mano invisible que nos quite, aunque sea por un rato, las anteojeras de la vida.

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