Circuito gastronómico de las villas: delicias a las que aún no llegan los críticos culinarios
Del ceviche de la Villa 31 a la sopa de maní en la Villa 20, pasando por empanadas únicas en la Rodrigo Bueno. Locales que integran y que esconden una historia detrás de cada plato.
Se llama José Zapata y lleva una camiseta del Manchester U. con la leyenda “Restaurante Las Palmeras” estampada detrás. Sale con un plato de arroz para una mesa y un vaso de refresco de frutilla para otra. Un smart de 32 pulgadas transmite noticias de Perú y se escucha, de fondo, un bolero malo. Entran dos hombres. Preguntan si queda menú del día. “Adobo de cerdo, hermanito”, les dice y se sientan.
Afuera es la Ciudad de Buenos Aires, pero más precisamente la Avenida de los Inmigrantes, o algo así como la calle Florida de la Villa 31, rebautizada Barrio Mugica y en pleno proceso de integración a la vida porteña. El local está a tope. Zapata despacha entre 60 y 70 comandas por mediodía, vende sólo una botella de alcohol por mesa, cobra 80 pesos promedio cada plato. “Ya viene gente de afuera del barrio, piden un cevichito; otros llaman y los esperamos con el plato listo. Los días de feria, de jueves a domingo, explota”, dice Zapata y propone una degustación: ceviche de entrada y arroz chaufa con tai pa (una carne tipo lomo) como plato principal. “Fusión chino-peruana, hermanito”, explica el “cocinero internacional”. Su título enmarcado cuelga encima de una megapecera.
Zapata es un masterchef a la sombra del autopista Illia. Cada tanto viaja al mercado central a comprar mercadería. Pero su hábitat, mayormente, es esa cocina de paredes amarillas, a la que se accede descorriendo una tela y de la que emana olor a caldo de gallina. Ese mismo aroma domina el mediodía en toda la barriada. La villa tiene un tiempo propio, ajeno al desenfreno de piquetes y tránsito; su propia forma de respirar.
Zapata llegó a la Argentina a fines de los ‘90 y puso con su hermano un bolichito en Congreso. El 2001 los liquidó. Cerraron. Su hermano se fue a Bolivia. Zapata sobrevivió como electricista. Volvió a la 31. Al cabo de unos años, su mujer, Norma Cabañas, lo impulsó a alquilar el local actual. “Ahora estoy ordenando con un con-