Encuentro con mirada abarcadora
Hubo piezas para un solo bailarín, otras sobre la Revolución rusa y mujeres que bailaron su propia obra.
El Festival Rojas Danza ha revivido después de cuatro años de ausencia y esto ya es una gran noticia. Esta edición se extendió desde el 21 de junio hasta el 1º de julio y su programador Alejandro Cervera, asesor en artes escénicas en el Centro Rojas, estableció nuevamente un marco amplio y diverso, que abarcara al menos una parte de la enorme actividad de la danza contemporánea local. Además fijó tres ejes que orientaron algunas secciones. Un primer eje fue el centenario de la Revolución rusa, con dos obras de encargo: Sueños rojos, del coreógrafo argentino establecido en Alemania Daniel Goldín y que fue un pasaje por ciertas iconografías soviéticas, bello en su devenir y hermosamente interpretado por Carla Bugiolacchi y Maxi Navarro. Y Delfín negro, de Ramiro Cortez, un fresco oscuro y dramático sobre la opresión y sus adyacencias, excelentemente bien concebido y también interpretado por Catalina Briski, Clotilde Meerof y Brenda Boote.
Otro eje fue el de coreógrafos que crearon para un único intérprete: Fa
nática, de Damián Malvacio con la estupenda Sofía Mazza, un ejercicio de búsqueda con una sección inicial fenomenal y un final fascinante. Iván Haidar creó para Soledad Pérez Tranmar Redirigida, una pieza con un mecanismo ingenioso: pequeña escena de la intérprete, filmada en vivo, luego proyectada y comentada por ella
El festival regresó tras cuatro años de ausencia. Esa resultó una gran noticia.
misma. Ramiro Soñez dirigió a Carlos Trunsky en El catafilo, una pieza tan extraña que resulta difícil comentarla. Y Romina Simone a Leticia Latrónico en Crush, ejercicio precioso sobre qué permanece en la memoria del bailarín de lo que ha aprendido.
El tercer eje fue el de mujeres que compusieron para ellas mismas: Leticia Mazur, muy buena bailarina, hizo Jugadora muda en bata, un intenso recorrido por distintos vocabularios de danza y movimiento; Carla Rímola y su Isadora sur, recorte de un aspecto de la vida de la legendaria Isadora Duncan; Las nubes, de Eugenia Estévez, sucesión algo difusa de imágenes que parecía improvisada; y La
rendija, de Cecilia Bolzán, muy sóli-
da pieza de estética rockera.
Imposible abarcar la programación completa; apenas distinguir por su originalidad Estudio para bandoneón
y bailarines, de Ollantay Rojas, con esa excelente bailarina que es Melina Brufman, además de Andrés Baigorria y la bandoneonista Sofía Calvet. La obra es sugestiva y con una primera sección muy potente. Y al grupo Les Cabres, formados en la Escuela de Danza FACE, que mostró una pieza encantadora, hecha de escenas creadas a partir de distintos núcleos.
La escena de la danza contemporánea tiene gran vitalidad. Pero cabe una pregunta, ya hecha en alguna otra edición: ¿por qué en estas obras los coreógrafos figuran como “directores” y los bailarines como “intérpretes”? ¿Son títulos más serios o más importantes? Quién sabe. w