Gonzalo Abascal
Al final, ¿cuánto nos importa la corrupción?
¿La rechazamos de verdad o es apenas un discurso que tranquiliza nuestras conciencias?
ace algunas semanas, en su columna sabatina del diario Perfil, el escritor Martín Kohan reflexionaba sobre los pequeños actos de corrupción de los que había sido víctima reciente. Un vaso de gaseosa rebajado con agua en una cancha de fútbol, el cobro de $ 6 extras por cargar su tarjeta SUBE, una fruta visiblemente caduca disimulada en la compra de verdulería, y la falta de factura en un restaurante eran algunos de los ejemplos citados por el autor.
Nada extraordinario, en verdad. Cada uno de los hechos mencionados resultan habituales para quienes transitan la ciudad, y la cotidianeidad los naturaliza hasta desdibujarlos peligrosamente.
Unas semanas antes del texto de Kohan, el provocador Jaime Durán Barba -estrella mediática a quien por estos días se elogia hasta la exageración- había sido contundente: “Más de la mitad de quienes son fanáticos de Cristina creen que era corrupta. Y les parece muy bien”, aseguraba.
Por último, un estudio publicado por el diario La Nación, reflejaba que menos de un tercio de la población considera a la corrupción
como un problema grave. Y que no es determinante a la hora de decidir el voto.
Vale preguntarse, entonces: ¿cuánto nos importa la corrupción? ¿La rechazamos de verdad, visceralmente, o es apenas un discurso políticamente correcto que tranquiliza nuestras conciencias pero no define nuestros actos? Y, al fin, ¿cuánta influencia tendrá en la proxima elección legislativa?
Hasta antes de que llegara el frío (en el clima del país y en la confianza electoral del gobierno), en el oficialismo afirmaban que la elección de octubre se definiría a partir de dos “ideas fuerza”: consolidar el cambio o volver al pasado. Y el pasado era ese tiempo/lugar si- nónimo de robo estructural y millonario con nombres y apellidos reconocibles: Cristina, De Vido, Jaime y Julio López, entre otros. La contundencia de esa verdad alcanzaría para ganar la elección. Hoy dicha certeza parece debilitada. La incertidumbre, entonces, obligaría a un cambio de estrategia electoral, para poner el foco donde muchos lo reclaman a los gritos: la reactivación del consumo. En esa línea, la administración de Macri anuncia y ejecuta planes de créditos y préstamos personales.
¿Entonces, no importa que un funcionario sea honesto? Según los encuestadores, aque- llos que sufren dificultades para cubrir sus necesidades básicas son quienes más relativizan el problema de la corrupción. Y es comprensible, aseguran. Pero, ¿qué pasa con el resto de nosotros?
El lenguaje, como siempre, permite una mirada posible. Resulta curioso comprobar que, desarticuladas algunas denuncias, la oposición responde a las acusaciones de corrupción (des)calificando al gobierno como “neoliberal”. Lo hizo, por ejemplo, Kicillof en la Cámara de Diputados en uno de sus cruces con Marcos Peña. Más allá de la chicana política y de la campaña , ¿por qué una denonimación ideológica opera en algunos de modo más crítico que la acusación de un crimen? Son cuestiones que pertenecen a planos diferentes. Un gobierno neoliberal -si acaso este lo fuera- puede ser evaluado por su gestión. Un gobierno corrupto comete un delito. Pero quizas lo que Kicillof hace es actuar sobre una idea que pocos expresan pero habita entre nosotros: que un gobierno de derecha es siempre inaceptable. Pero un gobierno corrupto es siempre conversable.