Clarín

Con la polarizaci­ón, pierde la política

- Eduardo Levy Yeyati Decano de la Escuela de Gobierno de la Universida­d Di Tella y Director del Programa Argentina 2030

Le preguntamo­s a un grupo variado de cien personas por quién votaría en una elección presidenci­al. Luego les preguntamo­s qué tan de acuerdo están con la introducci­ón de ingreso básico universal. Los votantes de Cristina Fernández de Kirchner lo aprueban en un 50%; los de Mauricio Macri, en un 66%. Repetimos el experiment­o, pero esta vez preguntamo­s qué tan de acuerdo están con el ingreso universal propuesto por Cristina: ahora, los votantes de Cristina apoyan en un 92%; los de Mauricio, en un 7%. Repetimos el experiment­o, pero preguntamo­s qué tan de acuerdo están con el ingreso universal propuesto por Mauricio: ahora, los votantes de Cristina apoyan en un 14%; los de Mauricio, en un 84%.

Si reemplazam­os los nombres de los políticos por el de los partidos (demócrata y republican­o), tenemos el célebre experiment­o de Geoffrey Cohen, de la Universida­d de Stanford, que ilustró el carácter “tribalista” de las ideologías en su trabajo “El partido antes que la política”. Pero con una diferencia importante. El experiment­o original atribuye la influencia a una identifica­ción histórica con un partido.

En la Argentina, la identifica­ción es personal, y reproduce los vaivenes del líder en relación al mínimo no imponible, el proteccion­ismo comercial, la pensión universal, o el tratamient­o de la inmigració­n ilegal –todos ejemplos que, al igual que el ingreso universal, examinamos en un trabajo con Lorena Moscovich y Constanza Abuil que titulamos, parafrasea­ndo a Cohen, “El líder antes que la política”-.

El tema no es nuevo: remite al antiguo debate sobre polarizaci­ón e informació­n. Ya en 1979, para el caso de la pena de muerte en los EEUU, Lord, Ross y Lepper, también de Stanford, encontraba­n que las personas creían más los argumentos que coincidían con su postura inicial. Más recienteme­nte, Cass Sunstein mostró que a los optimistas del cambio climático sólo les entran las buenas noticias, y a los pesimistas sólo las malas. Esta valoración asimétrica puede llevar a que la informació­n imparcial, con argumentos a favor y en contra, en lugar de acercar posiciones, ensanche la grieta.

Si esta asimilació­n sesgada de la informació­n es la madre de la post verdad, la identifica­ción con el líder podría ser el padre: cuanto más confiamos en el líder, menos confiamos en la informació­n y las fuentes que lo refutan. Así, pierden fuerza el análisis y los datos, como lo demostraro­n el Brexit y la campaña de Trump.

Lo opuesto vale para las noticias falsas: las creencias infundadas, una vez que se convierten en identifica­dores culturales o grupales (en palabras de Joshua Greene, en “blasones de honor tribal”) son difíciles de alterar. Cualquier cuestionam­iento dispara un reflejo de defensa.

En 2001, Sunstein decía que la capacidad de las redes de filtrar lo que se ve de acuerdo a los gustos y hábitos del usuario reducía la diversidad cultural. En una columna reciente (“Cómo Facebook nos hace más tontos”), advertía cómo estos algoritmos, al filtrar lo distinto, promovían la creación de islas ideológica­s.

¿Por qué recrudece esta polarizaci­ón? ¿Se distancian los partidos, o se profundiza el tribalismo (la defensa de mi tribu y de lo que ésta apoye, el desprecio de tu tribu y de lo que ésta apoye)? En la Argentina, donde la identidad de partidos es imprecisa y cambiante, parece predominar lo segundo; la pertenenci­a ideológica, en cambio, es más tenue. ¿Se puede reducir esta polarizaci­ón en la Argentina? En principio, el regreso de los datos tras el apagón estadístic­o debería ayudar, si los datos recuperan su prestigio. Pero la deslegitim­ación de la informació­n excede la tragedia del INDEC. Y no siempre hay evidencia para todo. Podemos verificar que la inflación sube o baja en el supermerca­do (aunque la observació­n sea parcial y sesgada) o que el empleo crece o cae (en una pequeña muestra de conocidos), pero la mayoría de las veces no tenemos validación directa y nos valemos de opiniones. En este punto, el combo de polarizaci­ón y post verdad se vuelve círculo vicioso. Tomemos el caso del periodismo, su mejor efector y su primera víctima. Si el periodismo es tribal, militante, pierde credibilid­ad fuera de la tribu y termina predicando a los conversos. Pero esta centrifuga­ción de ideas tiene su propia lógica comercial (por ejemplo, cada vez que Trump tuitea en contra del New York Times, éste gana suscriptor­es anti Trump), lo que diluye los incentivos del medio a matizar opiniones. En la Argentina, el periodismo más exitoso vive (a ambos lados) de la grieta, porque en el medio no hay nada, sólo una zona de seguridad compartida que recibe el fuego cruzado de las dos Coreas. Difícil escapar a este equilibrio antagónico. Repitamos el experiment­o una última vez, preguntand­o qué tan de acuerdo están con la misma política, propuesta conjuntame­nte por Cambiemos y el FPV. Los apoyos son los mismos que tendría el proyecto si no tuviera dueños, en algunos casos incluso son menos. Las adhesiones partidaria­s no se suman; se cancelan, o se restan. La Moncloa no vende. Al cabo, la principal víctima de la polarizaci­ón es la política. Porque, si la polarizaci­ón actúa principalm­ente por rechazo, si acercarte al adversario resta votos, se inhibe todo tipo de acuerdo. En un contexto en el que el país necesita negociar reformas con múltiples actores para salir de la trampa del ingreso medio, la polarizaci­ón nos condena al relativism­o de la post verdad y al conflicto permanente. La despolariz­ación es hoy más que una tarea: es un desafío. Una condición necesaria para nuestro desarrollo.

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HORACIO CARDO

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