Buenos Aires siempre tendrá un café a mano
El bar ocupa una esquina apagada, dentro del triángulo que delimitan Colegiales, Villa Ortúzar y Chacarita. Su denominación empieza con La Nueva, una contradicción notoria vista la antigüedad de sus instalaciones. Ya es domingo, pero daremos por válido aquello de que el día termina cuando uno se acuesta y, entonces, diremos que el porcentaje de mesas ocupadas (40%: ocho de 20) tal vez sea bajo para un sábado a la noche de principio de mes. Aunque debe aceptarse que la zona y la hora no parecen apropiadas para una mujer sin compañía, dos datos generan la atención del observador: son todos hombres los comensales y están solos. Apenas se adivina un diálogo entre dos señores que ya han limpiado el plato y conservan sobre sus mesas el vaso a medio servir, la botella de vino y el sifón.
De fondo, la pantalla muestra a otros dos varones solitarios, boxeadores de oficio, en intenso ejercicio de su tarea. No logran atraer la mirada de los parroquianos, tipos que habrán sido testigos de centenares de esas peleas. Esta- blecer una edad promedio de la clientela es sencillo a simple mirada: de 50 para arriba. Están los canosos, los ligeramente teñidos y los irremediablemente pelados. Mientras el único mozo reposa y repasa en el mostrador, el adicionista separa papeles (¿ticket fiscal?) con las cuentas. En un rato el local quedará vacío. Será tiempo de levantar las sillas y bajar la persiana hasta el lunes a la mañana.
Aunque se le pueda reprochar la humedad espesa y el tránsito caótico, a Buenos Aires hay que agradecerle su condición hospitalaria: siempre habrá un café que disimule la más rigurosa de las soledades.