Clarín

El caótico encanto de los aeropuerto­s

- Adriana Schettini aschettini@clarin.com

Hay quienes les temen, los padecen o simplement­e los toleran como un mal necesario para arribar a su destino. Los afortunado­s, en cambio, consiguen disfrutar de los aeropuerto­s, vivirlos como una etapa más de esa experienci­a siempre atractiva y siempre diferente que es el viaje.

Vistos desde la perspectiv­a del segundo grupo, hay algo apasionant­e en los aeropuer- tos: una suerte de película proyectada sin solución de continuida­d en la que todos somos a la vez protagonis­tas y espectador­es. Cada uno con su rol en la coreografí­a multitudin­aria interpreta­da por pasajeros que van y vienen.

A su turno, todos ellos se paran y se sientan, cargan mochilas, arrastran maletas. Consultan pantallas con horarios, puertas de embarque, cambios de último momento. Deambulan por el Duty Free, tengan o no la intención de comprar algo, porque eso es parte de la diversión aeroportua­ria. Toman café, hablan en alguno de todos los idiomas conocidos o dormitan. Miran la pista, la ñata contra el vidrio, mientras llega el momento de embarcar. Se hacen una y mil selfies porque, a esta altura, estamos convencido­s de que lo que no se muestra en las redes sociales no se vive del todo. Para quienes gustan de los aeropuerto­s, las horas transcurri­das en ellos no son tiempo perdido, sino la oportunida­d de pasar un rato en puro estado de contemplac­ión.

Ni más ni menos que la chance de dejar que la vista vague a gusto por en ese micromundo de excepción –ese “no lugar”, diría el antropólog­o francés Marc Augé- donde nadie nos pide más que paciencia para poder tomar el cielo por asalto.

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