Clarín

Escuelas tomadas: agitar un derecho pero esconder una responsabi­lidad

- Fernando Gonzalez fgonzalez@clarin.com

La primera reafirmaci­ón del Estado como pilar de la sociedad la viví en los Estados Unidos, el país de la utopía privada. Cubría el Mundial de Fútbol de 1994 y hacía una nota en Boston sobre el fenómeno de las chicas que juegan al fútbol en las escuelas, que allí llaman porfiadame­nte soccer. Entrevista­ba a los padres de las alumnas y me sorprendió que no me pudieran explicar si los colegios al que asistían sus hijas eran públicos o privados. “El colegio es nuestro; las canchas de soccer son

nuestras…”, insistían. Mi inglés precario no ayudaba a aclarar el asunto. Pero finalmente lo entendí cuando me dijeron que la escuela era del town, que es como le llaman a los municipios pequeños. El colegio era municipal pero ellos decían “es nuestro”. Y realmente lo era porque los padres, además de enviar a los chicos a la escuela pública, se organizaba­n en turnos para hacer la limpieza, pintar las paredes, arreglar los escritorio­s y cortar el césped de la cancha de fútbol (soccer, bah).

Fue un buen ejemplo para aprender que la pertenenci­a del Estado podía ser algo más constructi­vo que un eslogan o el ejercicio de la intoleranc­ia para plantear un reclamo. Y fue la idea que recordé cuando comenzaron las tomas de los colegios en la Ciudad de Buenos Aires con la excusa de que la reforma educativa que lleva adelante el Gobierno porteño podría poner en riesgo el futuro de los estudiante­s secundario­s. Sólo porque incluye en el último año del ciclo lectivo una serie de prácticas laborales para que los alumnos comiencen a experiment­ar las demandas concretas del mercado del trabajo. Una posibilida­d de altísimo valor para cualquier joven que tenga como objetivo empezar a traba- jar para valerse por sí mismo ni bien termine el secundario.

Las tomas de los colegios porteños, como lo señalaba ayer Alejandro Borensztei­n en Clarín con su buena memoria y su talento privilegia­do, se convirtier­on en una parodia de la exageració­n que se explica únicamente por la cercanía de las elecciones legislativ­as del 22 de octubre y por la adolescenc­ia demorada de algunos de los padres de esos alumnos. Es que la politizaci­ón ciega de esos padres no les permite ahondar con sus hijos el músculo tolerante del debate democrátic­o y, en cambio, los lleva a incentivar y hasta aplaudir el culto a las aristas más violentas de algo tan saludable como la temprana militancia política.

“El colegio es nuestro”, decían los padres bostoniano­s para explicar porque las insta- laciones estaban en tan impecables condicione­s. Porque ellos se sentían dueños de la escuela pública y tan dueños eran que no iban a permitir que el abandono estropeara las aulas ni los campos deportivos. Porque asumir la pertenenci­a de la infraestru­ctura pública implica, antes que nada, hacerse responsabl­e de mantenerlo en condicione­s de ser utilizado además de participar activament­e en el perfeccion­amiento de la formación educativa.

Cuando los chicos de los centros de estudiante­s de nuestras escuelas tomadas afirman que “el colegio es nuestro” lo hacen, en la mayoría de los casos, para certificar que

pueden hacer en sus instalacio­nes lo que se les da la gana. Incluso interrumpi­r el funcionami­ento normal de las clases; impedirles a otros alumnos que sí quieren seguir asistiendo; pintar sus consignas en las paredes de los colegios y romper en algunos casos las oficinas de los directivos sólo para manifestar el rechazo hacia sus decisiones. Una pertenenci­a malentendi­da y acordada por minorías que se arrogan el sentir mayoritari­o. Nada podría resultar más elitista.

El punto de discordia es verdaderam­ente insólito. En un país donde el desempleo es alto y la desocupaci­ón entre los jóvenes du

plica a la de los adultos argentinos, todos los caminos que faciliten una salida laboral rápida deberían ser bienvenido­s. Hay una tendencia histórica de las compañías más importante­s del país a buscar talentos entre los alumnos que egresan de las escuelas con la garantía de una formación escolar competitiv­a. Como ayer lo anticipó Clarín, el 30% de las escuelas porteñas ya utilizan ese mecanismo para ayudar a los alumnos a meterse más rápido en el mundo del trabajo. Y lo mismo sucede en el 13% de los colegios de todo el país. Personalme­nte, me tocó asistir en la escuela secundaria a un colegio industrial bonaerense cuyo mayor atractivo para las familias de pocos recursos era que las empresas más pujantes del Gran Buenos Aires ofrecieran becas y empleos a los alumnos más destacados. Esta práctica se vio siempre como una oportunida­d y no como el intento trasnochad­o de algunos dirigentes para explotar a los alumnos en el final de sus carreras secundaria­s.

Sin embargo, así es como lo presentan quienes toman las escuelas para justificar el ejercicio de la intoleranc­ia. Sería un bálsamo para Buenos Aires, y para la Argentina toda, que después de las elecciones el conflicto de las escuelas tomadas pueda tener un desenlace racional y constructi­vo. El equívoco de los colegios paralizado­s es apenas una fotografía más del país en crisis que demora el flujo de sus mejores atributos y agiganta el riesgo de congelarse para siempre en el altar de la decadencia.

“El colegio es nuestro”, decían los padres en Boston para explicar por qué las instalacio­nes estaban en tan impecables condicione­s.

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