Los disfraces de moda
Protegerse de la intemperie, tapar la desnudez y distinguir los distintos roles en una comunidad son algunos de los ancestrales usos del vestido. Pero la función de la ropa y los accesorios van más allá del pudor o el frío, son manifestaciones de una cultura y una sociedad que se expresa sobre la piel. Los zapatitos que rompían los pies a las mujeres chinas, las pelucas para los jueces británicos o los ajustados corsés victorianos: la ropa acompañó siempre los rituales creados por la humanidad e, incluso, se constituyó como centro del mismo ritual, por ejemplo, al subir a pasarelas.
Hay trajes sagrados que transforman a quienes los usan. Los refugian, les regalan atributos, los convierten en otros. Los casamientos son un ejemplo de esto: la novia luce un vestido que -como narran las que dieron el sí- nunca más usará; es un atuendo apto solo para ese momento, para esas horas en las que transcurre el ritual. Para las invitadas, el ritual incluye, además, ser original sin ser exagerada, llevar algo que nadie más lleve pero sin saber qué llevarán las demás. Y ese riesgo estresa a más de una en la previa de una boda: el dilema de acercarse a la elección correcta, bajo constante riesgo de vivir un papelón.
Hace unos días, la imagen de seis invitadas a un casamiento en Australia que coincidieron con un mismo vestido se hizo viral. Eran seis, por lo que el bochorno se convirtió en risa y podían jugar a ser las “madrinas de boda” que en algunos lugares -como Estados Unidos- aun visten iguales. Mientras las chicas intentan no repetir el mismo look en un evento que nuclea al mismo círculo de gente, los trajes y esmóquines casi no desentonan ni en color y ni en forma.
Las red carpets y sus cámaras propician, como sabemos, un doble estándar que pone a las mujeres a hablar de cuánto tiempo le dedicaron al espejo y a los hombres a contar las razones por las que están ahí. Pero el “no tengo qué ponerme” también se mete entre las celebrities, a pesar de que sus looks y los responsables de la confección se verán abrigados por los flashes de la publicidad: tras cada gala hollywoodense alguna actriz reconoce haberse comprado el vestido porque no encontró ate-
lier que quisiera disfrazar sus curvas prominentes, como los vaivenes que reconoció Christina Hendricks, la sensual secretaria de Mad
Men y sex symbol si las hay, pero lejos de los estándares de las red carpets. Hace una semana, la actriz estadounidense Rachel Bloom aseguró que había comprado su vestido para ir a los premios Emmy porque las firmas de moda no querían vestirla por sus medidas XL.
Ya lo dijo la exprimera dama de Estados Unidos, Michelle Obama, cuando se quejó de la atención que recibía su ropa, en comparación del look de Barack. “La gente toma fotos de los
zapatos que llevo, las pulseras, el collar. No comentaron que durante ocho años él usó el mis
mo traje”, comentó Michelle hace unos meses sobre el doble estándar de la moda en Washington.
Mientras tanto, en la meca tecnológica de Estados Unidos se habla de futuro mientras se viste de gris: las remeras iguales de Mark Zuckerberg (inspiradas en las poleras de Steve Jobs) son una estrategia útil para no perder tiempo en pensar qué ponerse. Pero el monocromo no solo está de moda, sino que se convierte en el nuevo ritual. El dress code de Silicon Valley incluye jeans, remera y buzo con capucha. Una CEO de este mundillo techie admitió recientemente que se tiñó el pelo de oscuro y se puso anteojos para que “la tomen en serio”: Eileen Carey contó que, con treinta y pico, tuvo que cambiar su aspecto para abrirse paso en el mundo de la alta dirección en este sector. Usó la tintura para disfrazarse, para “encajar”.
Aunque la ropa comunica, no piensa ni habla por nosotros. Por suerte, somos mucho más que un color de pelo o algo de tela.
La función de la ropa y los accesorios van más allá del pudor o el frío, son manifestaciones de una cultura.