La hipocresía sutil del artista independiente
En cuestiones de arte y otras actividades con ínfulas de grandeza espiritual, la “independencia” es un discurso que motoriza autoestima y sirve para mostrar en qué lugar del mundo nos paramos. El artista que habla de “independencia” es el mismo que medio minuto después insinúa la palabra “libertad”.
Pobre independencia: tan manoseada, tan falazmente divulgada. La procedencia del asunto a veces resulta más interesante que lo que vemos o escuchamos. “Independiente” también es una etiqueta y puede usarse como justificación o pedido de disculpas. A esto, el crítico -siempre compasivo- le dice “minimalismo”. La “independencia”, sin embargo, es una industria un tanto extemporánea. Más que como manifiesto, funciona por despecho y omisión de un negocio en franca retirada.
Los medios se cansan de presentar artistas que se autogestionan (muchísimio indie). Escritores, actores, músicos pregonando la emancipación ética y estética. La peripecia independiente y su ritmo orgánico que llega hermanado de lo “colectivo”. Una sociedad tan egoísta y utilitaria tiene la obligación de sospechar de estas utopías que, por lo general, son banderas que se agitan en las malas.
Supongamos que el negocio de la música fue la primera víctima del huracán digital. Si es así resulta comprensible que las discográficas sean las más afectadas Es la triste y cruda realidad. ¿Pero entonces qué significa la actitud heroica del músico independiente? ¿Cuánto faltará para que los medios entiendan que la noticia no es otro músico independiente sino uno que, por fin, haya firmado contrato con una multinacional?