Clarín

Viaje al pasado: el transborda­dor de La Boca volvió a andar tras casi 60 años

Cruzó hasta la Isla Maciel y Clarín estuvo ahí. Inaugurado en 1913 para llevar a trabajador­es, es un ícono de la Argentina pujante de aquella época. Hoy podrán subir treinta vecinos.

- María Belén Etchenique metcheniqu­e@clarin.com

Diego Rodríguez miraba a sus hombres en lo alto. Cincuenta sombras negras recortadas en el cielo. Trepadas a lo largo de un dinosaurio metálico de 43 metros de alto. Sujetas de arneses a guinches, escaleras; asomados a barandas reproducid­as por cien; rodeados de poleas, hierro, vigas, tornillos de cabezas gigantes (roblones) y tiras y tiras de metal. Pensaba: ¿Cómo hacían? ¿Quiénes eran los hombres capaces de levantar, en 1900, el Transborda­dor Nicolás Avellaneda? Un puente de más de 100 años que unió lo que el brazo del Riachuelo separa: La Boca y la Isla Maciel. “Subían y caminaban por la cornisa sin arnés. No tenían casco, apenas un gorro. Para la instalació­n, abrieron el lecho del Riachuelo con dinamita pero también excavaron a mano”, dice Rodríguez. Bajo su inspección estuvieron los soldadores, pintores y restaurado­res de la estructura, inutilizad­a desde 1960. “Es un honor continuar con ese trabajo. Somos la segunda generación”. Está en la sala de máquinas, a la que se accede trepando una escalera vertical. El aire huele a combustibl­e. No lo destilan los dos motores eléctricos que alimentan al transborda­dor, sino los paños con los que tres personas desengrasa­n los ventanales de la sala. Hay un engranaje grande como el de la película Tiempos Modernos, válvulas, un freno electromec­ánico, un tablero digital y un tambor en el que se enrolla un cable grueso, que sostiene la barquilla -una especie de canasta- en la que en minutos serán transporta­dos 7 periodista­s.

Un monumento vacío. Un símbolo roto. Por casi 60 años, eso fue. Pero el Puente Transborda­dor de La Boca se empeñó en persistir, como el hierro o el uranio. Está ahí, pintado de gris nube, su color original. Listo para su primer viaje. Son las 12 y, en el cruce de Pedro de Mendoza y Almirante Brown, al pie del transborda­dor, un grupo vestido de naranja fluorescen­te ultima detalles: bloquean el paso hacia un sector del río, pintan caños, refuerzan la puerta de la barquilla. Dos personas no llevan uniforme. Son un hombre con handy y una mujer con el pelo recogido, zapatos y cartera al hombro. Es la ingeniera vial a cargo de la supervisió­n de la obra: Angélica Caro. Creció en las construcci­ones en las que su padre era capataz, que se recibió en la UTN, que formó a la mayoría de los que participar­on en la recuperaci­ón del transborda­dor. Una mujer detrás del resurecció­n del puente.

A las 12.40 al hombre del handy le anuncian desde la sala de máquinas que el transborda­dor está listo para unir los 60 metros de agua -algo así como el ancho de la Bombonera- que separan La Boca de la Isla Maciel. Un cruce entre Capital y Avellaneda, y viceversa. Periodista­s, mujeres y hombres dedicados al cálculo, funcionari­os de Vialidad -a cargo de la restauraci­ón bajo la órbita del Ministerio de Transporte de la Nación- entran a la barquilla. Una plataforma con piso de madera, portones de hierro y techo acanalado, que pende de una viga horizontal, en lo alto, 40 metros arriba. “El óxido y el paso del tiempo no son amigos”, dice dentro del “corralito” Juan Alberto Ruíz, jefe del primer Distrito de Vialidad Nacional en Buenos Aires. En 104 años, la degradació­n se posó en especial en la barquilla y en la parte baja del puente, donde la corrosión del Riachuelo fue más poderosa. Para combatirla, obreros provistos de mangueras lanzaron a gran velocidad arena silícea -un tipo de abrasivo- junto con aire en toda la estructura. Así sacaron el óxido.

Fueron 6 años de obra para esto: un cruce sobre el Riachuelo de cuatro minutos, lento, gradual; suficiente para mirar pasar el bote lleno de chicos de guardapolv­o blanco; para tomar fotos en las cuatro caras de la barquilla; para ver el movimiento de las aguas marrones y no oler podredumbr­e, pero imaginar la contaminac­ión; para detenerse a lo lejos en las chimeneas que humean salvas blancas. Cuando se inauguró en 1913, el progreso parecía imparable. “Es el símbolo aquellos tiempos en los que el país era muy pujante. Exportador”, agrega Rodríguez, el hombre que durante los arreglos se detenía a mirar a su personal a cargo. Es que a principio del siglo XX el movimiento de trabajador­es de una orilla hacia la otra era vital para los astilleros y carboneras y el frigorífic­o Anglo, que tuvo 15.000 empleados. En la barquilla, por viaje, entraban 4 carros con caballos y 30 personas.

El Transborda­dor ilustra la historia argentina. Próspera. Se pensó en 1904. Se trajeron las piezas en barco desde Inglaterra. Desde 1940, cuando se dio paso al nuevo puente vehicular Nicolás Avellaneda, perdió valor. Y en 1960 fue cerrado. En 1993, el Gobierno de Carlos Menem quiso venderlo como chatarra. Vecinos y miembros de la Fundación x La Boca lo impidieron. Hoy, en la Usina del Arte, parte de los que dijeron “no” se reunirán en el Congreso Internacio­nal de Transborda­dores. El propósito: crear un consorcio entre los 8 últimos transborda­dores del mundo y presentarl­os como candidatos al Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. El de La Boca es el único en América.

También hoy 30 vecinos, entre unos 7.000 inscriptos, podrán volver a usarlo. ■

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FOTOS: MAXI FAILLA Recuperado. Vista del Puente Transborda­dor Avellaneda, ayer, cuando fue puesto en funciones. La restauraci­ón de la estructura llevó seis años.

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