Saber dar (y recibir) consejos
Alberto Amato alberamato@gmail.com
Existe una pasión argentina poco explorada, para fortuna de quienes la practican, que es la de dar consejos. Todos tenemos un consejo a mano para el prójimo en apuros. Incluso para el que no está en apuros. Es extraordinario que quienes abusan de esa pasión, los que siempre dan consejos, rara vez lo pidan. Es más, son partidarios de esa exaltación de la soberbia que dice: “No me den consejos que sé equivocarme solo”. El animal humano es raro.
La profusión de consejos y de consejeros, en algunos países el de consejero es un cargo público, hace que en general seamos reacios a recibirlos y, lo que es peor, a seguirlos. Con lo que se crea una enorme contradicción: en apuros, en dificultades, ante las opciones constantes, precisamos un consejo que no seguimos cuando nos lo dan, porque andá a saber vos. Bichos raros como somos, no llevamos contabilidad (qué palabra horrible) de los buenos consejos que nos dieron y segui- mos, sino de los malos que nos empujaron al yerro. De la misma forma que somos mucho más conscientes de los buenos consejos que dimos, que de las estruendosas metidas de pata que impulsamos. No hay consejo que te haga recuperar el amor perdido, o decidir el salto que puede terminar en crecimiento o en catástrofe. Los buenos consejos apuntan siempre a las pequeñas cosas. El resto es selva. La pregunta, siempre para atragantarles el desayuno, es: ¿quién es tan sabio como para dar consejos y quién lo es tanto como para recibirlos? La respuesta no encierra la piedra filosofal, pero exige una aproximación a la sabiduría. No hagan caso y sigan adelante con ese café exquisito, es el mejor consejo que puedo darles esta mañana.