Clarín

La palabra, un arma contra el hosco silencio

- Alberto Amato alberamato@gmail.com

Parecía furiosa, pero no lo estaba. Lo suyo era más grave, si se quiere: decepción, sorpresa, fiasco incluso; algo la había frustrado, alguien la había defraudado. Miró a su acompañant­e y le silbó en un susurro gritado: “¡Si yo ha- blara…!” Es extraño, pero a menudo podemos reconstrui­r una vida por una frase escuchada al azar, dicha por alguien que pasa.

La mujer, que conservaba ese hálito generoso de belleza juvenil que sólo dan los años, lo dijo de nuevo pero esta vez nadie, o a sí misma, lo dijo al viento de la mañana que cumplió su obra divulgador­a: “Si yo hablara…”

El silencio es una pasión argentina. No es una pasión que enorgullez­ca. Hace cuatro décadas, el gobierno de Isabel Perón colgó un anillo giratorio de hierro alrededor del Obelisco. Decía “El silencio es salud”. Era una campaña ominosa para que no sonaran bocinas y una amenaza aterradora en aquel país sacudido también por la violencia estatal.

Hay relaciones familiares, o de amor, o de amistad, construida­s alrededor del silencio, o respaldada­s por lo que no se dice.

Son edificios endebles, frágiles, apagados, pero que pueden durar una vida entera. Atahualpa Yupanqui tiene un manifiesto contra eso, hecho milonga campera: “Le tengo rabia al silencio / por lo mucho que perdí / Que no se quede callado / quien quiera vivir feliz”. Tal vez el drama no sea el silencio en sí mismo, sino por qué es que decidimos callar. Y qué es lo que nos lleva luego a no decir. Lo que no decimos no está en el mundo, no es. Un día cae el telón y lo que dejamos es una oquedad inmensa. Un enigma. No, el silencio no es salud. Es la palabra la que ilumina.

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