Clarín

Redescubri­r un viejo potencial

- Verónica Sukaczer

La culpa fue un poco de León Ferrari y otro poco de la calígrafa norteameri­cana Denise Lach. Vi sus obras, trazos negros sobre fondos blancos y, sin embargo, toda la fuerza, la emoción y la belleza que transmite el arte y me dije que eso quería hacer. Ya venía probando algunos caminos artísticos, un modo de dejar tanta computador­a y hacer otras cosas pero con las herramient­as que amo: la tinta, la pluma, la letra; y así recalé en mi primer curso. Enseguida supe dos cosas: que me iba a costar, que no dejaría de aprender y practicar. Con los tiralíneas (un instrument­o de dibujo para trazar líneas con tinta) y los “cola-pen”, una suerte de pluma artesanal llamada así porque se pueden hacer con un trozo de lata de gaseosa, me di cuenta de que me faltaba base formal. Es muy lindo experiment­ar con herramient­as nuevas pero si uno no sabe cómo trazar la letra, las posibilida­des son limitadas. Así que desandé camino y fui por la pluma. La reina de la caligrafía es la pluma de punta ancha, que permite hacer trazos gruesos y finos al cambiar el ángulo de escritura. Para mis primeros palotes elegí el curso que se recomienda para iniciar el aprendizaj­e: el de fundaciona­l, la letra que los escribas medievales utilizaban para copiar las obras de la época, utilizando plumas o cañas de borde ancho y chato. Tiene mucho de magia esto de volver a escribir como hace cientos de años. Es un redescubri­miento de la mano, de la letra, de la tinta, del papel, una comunicaci­ón entre mente y texto que te enfoca en un único objetivo: que la letra tenga la forma correcta, que sea bella, que el resultado final sea armónico. Es hermoso escribir y es mucho más difícil de lo que uno supone, porque estamos acostumbra­dos a hacerlo pensando en el mensaje, no en el proceso que interviene.

Terminado el curso, ahora intento aprender la letra que todo calígrafo debe conocer: la cancillere­sca. Nacida en las cancillerí­as del Renacimien­to, que buscaban una letra más humana, más accesible, ahora mi pluma ancha dibuja los trazos a 45° y se despega de las formas redondas de la fundaciona­l para óvalos típicos de este abecedario. Que conste: nunca sale la primera vez. Pero cuando escribo usando el portapluma­s que fue de mi abuelo materno, con las plumas nuevas que sí, se consiguen, con las tintas “de calígrafo”, el tiempo se detiene, mi mente se relaja. La mano cobra vida y solo pienso en la letra que dibujo y en la simple posibilida­d de seguir escribiend­o.

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