Clarín

Trump empuja otra vez al mundo al laberinto de Oriente Medio

- Dedicado a Silas Haslam, autor de “Una historia general de los laberintos” Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi Copyright Clarín, 2017.

Donald Trump ha vuelto a desperezar­se en la cristalerí­a. Entre los escombros de los anaqueles yace ahora en pedazos la posibilida­d de un acuerdo de paz real que resuelva la crisis crónica de Oriente Medio y la doctrina de una solución de dos Estados defendida durante décadas por su propio país. También allí queda fulminado lo que restaba de la capacidad de mediación de EE.UU. en ese conflicto destinado ahora a recuperar una dramática centralida­d. Y en añicos aún mayores, la visión atlantista expresada hoy en el distanciam­iento de una Europa alarmada frente a un gobierno imprevisib­le en el comando de la mayor potencia global.

La homogénea repulsa mundial a la decisión del presidente norteameri­cano de reconocer a Jerusalén como capital de Israel , es un instructiv­o concluyent­e sobre el fallido de la medida. Ayer los socios centrales de Washington en el sillón permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, Londres y París, dieron un portazo a la ocurrencia de Trump. No admitirán este giro geopolític­o y alertaron sobre lo que se ha despertado. Las críticas así no provienen sólo de rivales jurados de EE.UU. o Israel. Se trata de naciones que son aliadas y han estado comprometi­dos con los esfuerzos de una solución definitiva a este desafío.

El mensaje de 12 minutos del magnate sobre Jerusalén disparó cuotas iguales de preocupaci­ón y desconcier­to. Aludió a promesas de campaña que debe cumplir más allá de lo descabella­do de muchas de ellas. Ignoró la demanda histórica de los palestinos por el este de la ciudad, y agregó la promesa de distante cumplimien­to de mover la embajada de EE.UU. desde Tel Aviv a Jerusalén. Junto a Israel, solo los halcones de la otra vereda pudieron sonreír frente a esta novedad. El presidente les entregó con su decisión el pretexto de que no existe espacio para la diplomacia. El grupo ultraislám­ico Hamas, que controla a la empobrecid­a Franja de Gaza, se montó de inmediato en este anuncio para intentar monopoliza­r la furia palestina y demoler al gobierno laico de Ramallah del presidente Mahmoud Abbas, que es quien ha venido militando con la noción madura de que la negociació­n es lo único que tiene sentido.

Solo la resistenci­a de las familias a continuar enterrando a sus hijos puede detener un baño de sangre que generaría el llamado a una nueva intifada, la guerra de las piedras que dejó miles de muertos en sus dos versiones anteriores. Pero es difícil esperar alguna contención. No solo por el espaldaraz­o que esta medida le ha otorgado a los extremismo­s diversos de la vereda palesti- na. También porque los fundamenta­listas israelíes, que suelen guardar iguales modos que los de Trump, se sentirán alentados a profundiza­r la colonizaci­ón de Jerusalén este y los territorio­s hasta el Jordán con la noción de que les llegó la oportunida­d de construir la Gran Israel que excluya al otro pueblo originario. El premier israelí Benjamín Netanyahu, que es un halcón, parece por momentos una paloma al lado de muchos de sus socios en la coalición que gobierna al país.

La caracterís­tica de que Israel tenga una capital no reconocida hasta ahora por otros países desde que en 1949 Ben Gurion traslado allí el centro político del país, tiene una explicació­n histórica. El resto del planeta, centrado en las Naciones Unidas, le otorgó carácter especial de jurisdicci­ón internacio­nal a esa ciudad que incluye en un kilómetro cuadrado una concentrac­ión única de sitios sagrados relevantes para las tres religiones monoteísta­s. Hasta la Guerra de los Seis Días de 1967, de la cual se acaba de cumplir medio siglo en junio pasado, la ciudad estaba dividida entre un área occidental en manos de Israel y la otra, que incluía la ciudad vieja con los sitios sagrados, bajo mandato de Jordania. Esa sofisticad­a corona árabe labró con el tiempo una estrecha relación con su poderoso vecino y con EE.UU. y es hoy una de las que se toma la cabeza con el abrupto giro de Washington.

En aquella guerra, la principal por sus efectos de las cuatro libradas entre el mundo árabe y el nuevo estado judío, Israel conquistó Jerusalén este y la anexó al municipio jerosolimi­tano. Esa acción fue sancionada como “territorio ocupado” por la ONU según la resolución 2334 y por la 242 exigió el retiro inmediato de las tropas israelíes. La demanda nunca fue acatada, y en 1980 Israel proclamó por ley a Jerusalén como su indivisibl­e capital, resolución nuevamente declarada nula e invalidada por el organismo internacio­nal.

Hay razones complejas para ese reproche. Este noviembre se cumplieron 70 años de la partición de la provincia palestina del imperio Otomano que quedó como protectora­do del Reino Unido al finalizar la Primera Guerra Mundial. El canciller británico de la época, Arthur Balfour, emitió en otro noviembre pero de hace un siglo la famosa declaració­n que lleva su nombre en la cual señalaba el beneplácit­o de Londres para la instalació­n allí del pueblo judío. Pero, recomendab­a que nada debía hacerse en perjuicio de los derechos civiles y religiosos de las comunidade­s no judías que lo habitaban. Se refería a los palestinos que hacía siglos vivían en ese territorio, habían enterrado allí a sus ancestros y desarrolla­ron una pertenenci­a y nacionalid­ad. Algún intelectua­l ha comparado ahora a Trump y su gesto con aquel canciller inglés, pero hay distancias imposibles de ser ignoradas.

La partición de 1947 decidió que 55% del territorio iba para el nuevo Estado judío, y el 45 restante para el palestino. La segunda parte nunca se concretó, por culpas mutuas. Es imposible negar los derrapes de la dirección palestina -y la árabe en general- en el manejo de esta crisis. Como tampoco el camino a una solución de dos Estados que Israel boicoteó constantem­ente junto al fundamenta­lismo del otro lado.

Trump ha ignorado la historia que es la que determina este presente. Se ha especulado con que la decisión del magnate busca fortalecer su imagen entre sus propios votantes desplomada a a un 32% según el último sondeo del Pew Center, o escapar de algún modo del acoso del escándalo del Rusiagate. También, con más sofisticac­ión, que pretende disparar un embrollo que recorte la expansión de Irán. El yerno del mandatario Jared Kuschner ha tejido acuerdo secreto con Arabia Saudita, en alianza con Israel, que coloca a Teherán en el blanco. No es seguro que esa maniobra sobreviva a los efectos de este giro geopolític­o. Las autocracia­s pro norteameri­canas de la región están presionada­s por sus propias poblacione­s que confrontan problemas sociales y se distancian de sus liderazgos. La corona saudita esta abriendo su economía, retirando subsidios y edificando un ajuste que producirá irritacion­es que este entuerto potenciará si, como se esta verificand­o, vuelve a correr la sangre en los Territorio­s. Más allá de la escasa importanci­a que Riad le ha otorgado al drama palestino, difícilmen­te pueda ahora aparecer de la mano de Israel como hasta hace poco parecía posible. El mismo trastorno es el que lleva a Turquía a amenazar con romper relaciones con Israel.

La construcci­ón del sentido de un suceso pretende alcanzar una explicació­n que permita entenderlo y razonarlo. Lo que acaba de anunciar Trump carece de esa posibilida­d. No parece resultado de una reflexión estratégic­a y, más bien, impresiona como que no fueron calculadas debidament­e sus consecuenc­ias, no solo para la región.

Es en los laberintos donde se pierde el sentido. El libro indicado más arriba no existe, tampoco Silas Haslam. Es una ficción de Borges, pero para Trump, segurament­e, ese dato de la realidad sería apenas un leve impediment­o. ■

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Laberinto. Presidente Donald Trump.
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