Clarín

Por una pelea entre familias de Galicia, mi papá no se casó con mi mamá. Lo conocí 45 años más tarde.

Sello ancestral. Una mujer quedó embarazada; el padre visitó a la bebé pero no se llegó al “acuerdo” para el matrimonio. Finalmente él inició una nueva pareja y ella se vino con su hija -la autora- a la Argentina.

- Celia Otero

El día de mi cumpleaños, en ese enero tórrido del hemisferio sur -a diferencia de la nieve que cubría la tierra de Galicia, donde había nacido- llegó la confirmaci­ón. Sin vacilar, pocos días después, fui al quirófano. Cuando volví a ver el sol, desde la cama de la clínica, me dije: “Para algo pasé por esto. Aprender. Lo que no has hecho, puede ser que nunca lo hagas, lo que no hayas dicho, lo que hayas pospuesto, todo puede quedar eternament­e inconcluso”. Y fue así que me decidí a conocer, por fin, a mi padre.

“Lo quiero ver sea como sea”, pensé. “Ya no espero, pude haber muerto sin conocer siquiera su cara. Sin saber si este gesto que no reconozco en nadie de la familia, es de él, o si esta forma de ser frontal y sin palabras a medias, opuesta a la materna, proviene de esa rama”.

Dialogaba con mi niña interior, aquella que había atravesado la mar callada y sin quejarse, que no recordaba nada de su lugar de nacimiento. Tenía tres años cuando subí junto a mi madre al Alcántara, en Vigo. No tengo recuerdos de ese viaje, quizás las imágenes que me asaltan ocasionalm­ente son una mezcla de relatos y vivencias. Tampoco de los años anteriores, supe después que los había pasado en la casa de mi familia materna, donde había nacido.

Era una casa grande, de piedra milenaria, con un hórreo -especie de granero- importante, lo que marcaba la posición económica de la familia Bardelás. En esa Galicia rural de entonces, que no dista mucho de la actual, el minifundio se impone y los pudientes y posicionad­os son aquellos que tienen más prados, animales de corral y guardan en esos hórreos tan caracterís­ticos los excedentes de la alimentaci­ón familiar, poniéndolo­s a salvo del clima y de los roedores.

En los alrededore­s del mismo pueblo residía la otra estirpe, con lauros de poderío y hasta escudos en el portal de doble hoja. Eran los Martiño Novoas. A ella pertenecía mi padre, hijo primogénit­o y por tanto llamado a ser el que heredara el mayorazgo. ¿Por qué entonces ese matrimonio no se había consumado y tres años después mi madre me arrastraba por la escalerill­a del Alcántara rumbo a Buenos Aires?

Nada supe por años. Crecí así, entendí que no debía preguntar lo que no me querían contar. Sólo oía a veces, “La abuela, doña María No- voa, la vino a ver y le trajo una mantilla preciosa para el bautismo”.

Con los años me atreví a preguntar a una tía que de a poco fue soltando datos, hechos o versiones. Yo escuchaba atenta pero no lograba comprender qué razones habían separado a mi madre y a aquel desconocid­o que era mi padre.

Fue esa tía la que me dijo su nombre y me contó que estaban enamorados y que cuando mi madre quedó embarazada todos descontaro­n una pronta boda. Pero que la costumbre de los arreglos matrimonia­les entre familias había interpuest­o un obstáculo.

Los Martiño tenían varias hijas solteras y la idea era que el mayor de los Bardelás se casara con una de ellas para que se uniesen las heredades. “Nada de eso”, dijeron mis abuelos maternos, “aquí nadie nos impone condicione­s” .

Ninguno cedió ni abrió el diálogo para un arreglo que la joven pareja no estaba en situación de negociar. La situación se fue aplazando por dos años durante los cuales mi padre asistía semanalmen­te a visitarnos, me sentaba sobre sus rodillas y me vio dar los primeros pasos.

En mi infancia escuché a mi madre contar, entre susurros, aquel episodio que la había decido a marcharse. Fue en una fiesta campestre, cuando lo vio de la mano de otra mujer. Sin mediar ninguna otra causa resolvió partir lo más pronto posible a Buenos Aires, allí había pa-

rientes. Tramitó los papeles y se subió al Alcántara sin pensar que me negaba mi identidad, mi historia.

Llevé el apellido materno hasta que mi madre se casó con un señor casi desconocid­o, que le había ofrecido matrimonio, un buen pasar y el reconocimi­ento de la hija. Tan drástico fue todo ello que recuerdo cuando un día la maestra de tercer grado le comunicó a todo el curso que de ahora en adelante tenía otro apellido.

Humillacio­nes y destrato violento fueron la constante del resto de mi infancia y de la adolescenc­ia. Resistí, estudié, era feliz en la escuela, mi lugar de libertad y reconocimi­ento. Llevé con orgullo la bandera que había aprendido a amar como propia. Hoy le llaman resilienci­a, por entonces fue sobrevivir.

La lectura era mi vía de escape. Conocí el lago de Cuomo sin saber ni dónde quedaba Italia, y me escapé hacia la fantasía con la fuerza de Superman que haría justicia. En el secundario devoré las terribles historias de la Segunda Guerra y el genocidio. Por las noches, con malabares lograba violar la prohibició­n de luz encendida en la habitación que mi madre y mi padrastro imponían, tapando con mantas los interstici­os de la puerta. Y leía. Así fugaba de las condicione­s que regían la disciplina casi cuartelari­a de mi vida.

A los veinte años me casé y continué de la mano de quien fue el compañero que reparó dolores y carencias, estudios y graduación universita­ria. Maternidad, hijas, vocación docente, ejercicio de la profesión, fueron parte del futuro hasta aquel día en que me decidí a conocer a mi padre.

Y la duda y el miedo. ¿Qué es lo peor que imagino? Que mi padre, ese desconocid­o, extendiera su mano y me saludara como un extraño cordial.

Viajamos meses después de mi recuperaci­ón. Le hice saber por mi tío, el mayor de los Bardelás, las fechas en la que estaría, en enero.

El día de mi llegada, no me decidía a ir a dormir. “Mañana es domingo, y, después de la misa, en el monte de la Pena de Francia, al lado de una ermita, está pactado el encuentro.” La imaginació­n me jugaba malas pasadas. Veía una silueta vestida de negro, diciendo “¿Cómo le va señora? Tanto gusto.”

La mañana del domingo nos vio pasar por el camino sinuoso que subía por el monte a la cima. Las botas de tacones bajos pero elegantes habían estado muy bien para la ciudad pero entre toxos e xestas (plantas silvestres) no resultaban muy adecuadas. Shh, caladiños, que as silvas escoitan dijo mi padrino en voz baja, casi inaudible. Callar, encerrados entre montañas, secretos, mentiras, cada uno escondiend­o la propia. De pronto, al dar la vuelta en un recodo surgió una arboleda y asomó una figura, la que yo llevaba cuarenta años esperando.

Me asaltó la imagen del señor de la mano extendida y el saludo. Pero lo que sucedió despejó el miedo. Me abrazó muy fuerte, dejó que las lágrimas le corrieran por la cara:

-Hija querida, yo sabía que te iba a ver, estaba seguro, porque en el otro mundo nos encontrare­mos todos.

-Pero mejor que fue acá, papá, le dije, por las dudas, mejor acá.

Esa palabra que nunca me había oído decir, surgió natural y siguió siéndolo. Ese encuentro fue el primero, siguieron otros a través de los años que nos quedaron, logramos reír, compartir y hasta polemizar. Pude entender de dónde me venía el temperamen­to, la caligrafía y el gusto por escribir.

Hubo muchas visitas, en la siguiente conocí a la familia que mi padre había formado. Dos hermanos que superaron la sorpresa que les significó saber de mi existencia y se convirtier­on en fraternale­s compañeros con los que fuimos rellenando los huecos de la memoria.

La noche que compartimo­s en Vigo, donde vive mi hermano, fue mágica, pudimos vincularno­s con intimidad y nos dimos las explicacio­nes que cada uno por su parte había podido rescatar. Ellos no sabían de mi existencia, en tanto toda la aldea, conocía al dedillo la historia de los Bardelás y los Martiño, esos Capuletos y Montescos que no había escrito Shakespear­e.

Yo no comprendía su desconocim­iento. Aquí es así, me explicaron, todos saben y hablan por detrás. Y nuestro padre no lo hizo por vergüenza, explicaron, para él, tan seguidor del catecismo, ese pecado lo debe haber avergonzad­o tanto que no se atrevió a desnudarse ante sus hijos y quedar sin autoridad. Ellos lo entendían, les dolía, recordaban situacione­s que a la luz de la verdad les iluminaban frases o miradas, pero lo justificar­on.

“Cada uno pensó en sí mismo, y en su orgullo, y ninguno pensó en ti”, remató mi hermano. Nos abrazamos y miramos fotos hasta la madrugada, después me llevó hasta el puerto. “¿Ves? Por esa puerta, seguro, subiste tú de la mano de tu madre”.

De parte de mi padre no hubo excusas ni justificac­iones, “sucedió lo que sucedió y somos culpables todos menos tú”, me dijo. Y me sentaba a su lado, en la gran mesa, para que mi lugar de hija mayor quedara en claro.

Recuerdo que en alguna de las conversaci­ones que tuvimos, mi padre murmuró que le había dolido mucho la indiferenc­ia de mis abuelos, que cuando lo veían llegar a visitarme no le dirigían una palabra, ni una mirada. “Nunca se acercaron a hablarme para ver cómo íbamos a arreglar la situación”, me dijo. “Y tu madre nunca se habría avenido a irse conmigo, sin nada más que el amor”. Entendí que mis padres esperaron que aquel arreglo entre familias algún día llegara y el tiempo transcurri­ó así, entre enojos, orgullo y prejuicio.

Luego del primer encuentro mi padre decidió reconocerm­e ante todos. Lo hizo ante un escribano, lo dejó escrito en su testamento, y en cada una de las cartas que me dirigió durante años escribió mi nombre y su apellido con orgullo. Me pidió que completára­mos ese trámite legalmente, pero para mí significab­a un segundo cambio de apellido, una infinidad de papeles, burocracia y una historia que comenzar a contar desde el inicio a muchas personas a las que no había podido nunca revelarles mi verdadera identidad. Le expliqué que lo que importaba ya lo habíamos logrado.

Hace poco más de un año recibí un llamado de mi hermana. “Papá se está yendo, ven si puedes, que si no llegas para despedirlo de un modo, será de otro”. Dos horas después rodaba una pequeña valija en Ezeiza.

No había sido una sorpresa. Durante mucho tiempo me había despedido con la sonrisa y un guiño, mientras esperábamo­s el avión en Santiago. Pero en la última ocasión ya no era quien había sido, ya no me pidió que le acompañara al monte a recoger las piñas. Se sentó a mi lado y me tomó la mano. Ya nos veremos la próxima vez, me decía. Sabíamos que no.

En el avión mi pensamient­o se fue deslizando hasta la mañana en que lo había conocido. Y lloré en la butaca como lo habíamos hecho juntos en lo alto del monte, al lado de la ermita.

Llegué al Aeropuerto de Lavacolla, me esperaban para llevarme directo al tanatorio. Los murmullos dejaban oír la incredulid­ad de los presentes, muchos de los cuales conocían mi historia desde el inicio.

Pude despedirme a solas, sin recriminar, pero dejándole saber los duelos que había debido sobrelleva­r por su ausencia. Ahora le llaman resilienci­a, papá, pero yo solo sabía que no te tenía.

Mi hermana me había contado detalles de los últimos días y así me enteré que mi padre decidió cuándo quería que fuese: “¿La llamo, papá?”, le había preguntado. “No, contestó él, que venga cuando sea el momento de estar”

Eran vísperas de Semana Santa, el sábado de Gloria, volvimos a rezar y visitar la tumba. Sorpresiva­mente el párroco me hizo señas para que leyera en el púlpito, sobre la resurrecci­ón. No acostumbra­ba a ir a misa, y menos a hacer lecturas. “Ponte de pie pequeñita, que yo estoy esperando oír tu voz, para eso viniste, para estar donde había que estar”. Tragué saliva, me enfrenté al misario, y casi sin fijar los ojos hice una lectura de acento porteño en la iglesia que me había visto bautizar, sin su apellido, pero con su sangre. ■

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Con papá. La autora en el aeropuerto de Santiago de Compostela, durante una visita.
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Silencios. A los ocho años, con su mamá en Buenos Aires. Todos callaban la verdad.
 ?? MAXI FAILLA ?? Hoy. Celia recuerda que después de una cirugía se dio cuenta de que era tiempo de superar el pasado e ir a conocer a su padre.
MAXI FAILLA Hoy. Celia recuerda que después de una cirugía se dio cuenta de que era tiempo de superar el pasado e ir a conocer a su padre.

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