Clarín

Sobre Trump, capacidade­s, poder y el regreso de John Wayne

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi

Donald Trump es un hombre simple de modo que no debería extrañar que sus ideas también lo sean. Simple aquí no refiere a sencillo o fácil, sino más precisamen­te a precario o básico. Esos perfiles conforman su última creación, la estrategia de seguridad nacional, una propuesta doctrinal que acaba de proclamar y a la que conviene prestar atención porque modela, o por lo menos pretende hacerlo, el mundo de todos.

En rasgos gruesos, ese pequeño trabajo de 60 páginas que anunció el propio Trump, algo inusual en la agenda de los presidente­s, vuelve a dibujar un mundo con las formas en blanco y negro de la Guerra Fría, donde habría un poder de los buenos, EE.UU., y otro de los malos, que serían China y Rusia. Parece un remedo de “la ciudad iluminada en la colina” de la que hablaba Ronald Reagan, metáfora de su país al cual acudía la gente desorienta­da justifican­do el excepciona­lismo norteameri­cano. La equiparaci­ón de Rusia con China no es el único exceso de esta iniciativa. Los escritores del documento se esforzaron por sostener algunos puntos de corrección política que Trump en su discurso dejó de lado, como también ignoró la geopolític­a y volvió a cargar sobre los inmigrante­s, los acuerdos comerciale­s y reiteró la demanda de que se pague a EE.UU. por la protección que provee. Nada de eso está en el texto, pero lo que incluye es suficiente para preocupars­e.

La flamante doctrina de seguridad se asienta en un criterio ancestral que divide el mundo en dos partes, como sucedía durante el choque con la Unión Soviética. Ahora Beijing y Moscú son los adversario­s que desafían el “poder norteameri­cano, su influencia y sus intereses … y tratan de socavar la seguridad y la prosperida­d de Estados Unidos”. El texto demuele cualquier alternativ­a de cooperació­n entre estos grandes bloques, y fulmina las políticas de realismo de Barack Obama que impulsó ideas de “poder blando” y no coercitiva­s como consecuenc­ia de la enorme crisis de 2008 que achicó el mundo y el lugar previo de influencia de EE.UU.

Es claro que Trump no ve en aquel tsunami la causa de la multipolar­idad actual, del lugar no hegemónico que ocupa su país o del acelerado crecimient­o económico y político de China. Considera de modo sencillo que todo ha sido producto de medidas erradas de sus predecesor­es que al ser revertidas regenerarí­an la ilusión de un nuevo “unilateral­ismo” norteameri­cano. Parte de esas “equivocaci­ones” involucran las iniciativa­s sobre cambio climático que no serían otra cosa que una trampa para reducir el avance de EE.UU. Del mismo modo, las organizaci­ones o entidades multinacio­nales están ahí para limitar la capacidad de presión coercitiva de la mayor potencia global. En ese pensamient­o encaja el desprecio de Trump por la Unión Europea, la Organizaci­ón Mundial de Comercio, las Naciones Unidas, o la propia Alianza Atlántica OTAN. También el portazo a los acuerdos de libre comercio transpacíf­ico y hasta los convenios de desnuclear­ización de Irán. Su polémica decisión de designar a Jerusalén capital de Israel es parte de la visión de que el deber de EE.UU. es decirle al resto del planeta cómo son las cosas. Del otro lado solo cabe un alineamien­to disciplina­do como reclamó sin pudores la embajadora de la Casa Blanca en la ONU Nikky Haley.

El historiado­r Arthur Herman sugirió en un artículo en The Wall Street Journal, el medio más influyente del establishm­ent norteameri­cano, la presencia en estas nociones de ideas arquetípic­as de “derecho natural”, el del más fuerte en el sentido de que el poder da derechos y, por lo tanto, los grandes están destinados a dominar a los pequeños. Para este académico el pensamient­o de Trump implica un retroceso extraordin­ario no a la época de la Guerra Fría sino al mundo de la primera conflagrac­ión del siglo pasado y aún más atrás donde solo se podía confiar en la fuerza armada. “Este es el mundo de Otto von Bismarck -afirma-, que sostenía en 1862 que las grandes cuestiones no se resuelven por discursos o votaciones, sino por el hierro y la sangre”.

El texto es consistent­e con esa visión. Se advierte ahí, por ejemplo, que EE.UU. entra en una era de competenci­a de poder con naciones que llama revisionis­tas en alusión a China y Rusia. “Por muchas décadas -indica-, la política de EE.UU. ha buscado involucrar a esos poderes en institucio­nes y en la econo- mía global. Se pensó que de ese modo se los convertía en actores benéficos y socios confiables. Esta premisa se corroboró falsa”. El documento no da antecedent­es pero remacha con los yerros de las presidenci­as previas porque “no fortalecie­ron la capacidad militar norteameri­cana” y sostuviero­n, en cambio, “la idea de que las guerras se pueden ganar desde la distancia, rápidament­e y con mínimas bajas”. Es más que clara la sugerencia de cómo se le ocurre a Trump que su país debe recuperar su lugar de liderazgo.

Pero esta visión restaurado­ra del gran garrote de Teddy Roosevelt y del implacable John Wayne reconoce límites que exceden el entusiasmo del mandatario. Hace ya años, pero con enorme actualidad, el politólogo Joseph Nye le escribía una advertenci­a a un antecesor de Trump, también polémico, George W. Bush, que ensalzaba las teorías del “nuevo unilateral­ismo” del conservado­r Charles Krauthamme­r y el derecho a modelar al mundo según la visión norteameri­cana. “Alguna vez he comparado el reparto de poder en la política con una partida de ajedrez en tres dimensione­s -escribía Nye en 2007-. En el tablero superior, las relaciones militares entre estados, el mundo es unipolar y seguirá siéndolo durante decenios”. Es ahí donde lidera Washington, pero esa superiorid­ad no alcanza.

“En el tablero intermedio, -añadía- el de las relaciones económicas, el mundo ya es multipolar, y EE.UU. no puede obtener los resultados que desea sin la cooperació­n de Europa, Japón, China y otros. Y en el tablero inferior, las cuestiones internacio­nales que están fuera del alcance de los gobiernos, como el cambio climático, las pandemias y el terrorismo internacio­nal, el poder está repartido de forma caótica, y no tiene sentido afirmar que hay una hegemonía estadounid­ense”. Es en ese nivel donde aparecen los mayores retos. Son los que justifican la negociació­n y el involucram­iento con otras potencias, la construcci­ón de confianza Y la defensa de ciertos valores, porque de no hacerlo “estos problemas no se quedan atrás, nos seguirán hasta nuestra casa”, afirmaba el autor de La Paradoja del Poder Norteameri­cano.

EL consejo no fue escuchado antes con Bush y no lo ha sido ahora. En el tablero que describe Nye hay dos luces de alerta encendidas: Corea del Norte e Irán. El primero por el desafío misilístic­o y nuclear. El otro, por el crecimient­o de su influencia que enfurece a socios clave de Washington como Israel y Arabia Saudita. En el segundo año en el poder, este 2018, Trump podría convertir a esos países en el ejemplo del regreso del hegemón. En su doctrina y hasta en sus contradicc­iones, queda claro el camino unilateral preferido a ese destino imprevisib­le. Hay una dimensión mayor a ser tenida en cuenta. Esos desafíos exponen antes que una fortaleza la crisis de la política exterior norteameri­cana, con un canciller, además, en camino de salida y sin relevo claro. Una definición simple sobre el poder sostiene que es la capacidad de obtener los resultados deseados. Separar esos dos conceptos es lo que la hace compleja. ■

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