Clarín

DD.HH.: agenda incompleta

- Diana Cohen Agrest

Doctora en Filosofía (UBA). Presidente de la Asociación Civil Usina de Justicia

Durante el régimen militar, las madres buscaban a sus hijos en un Estado inconstitu­cional que dio una respuesta atroz a sus reclamos. Debieron esperar al advenimien­to del Estado de Derecho para que, finalmente, esos reclamos fueran escuchados. El relato —parcial— de las últimas décadas se volvió hacia esos muertos en una épica que los rescata bajo la forma de la conmemorac­ión: se honró a las víctimas con el propósito de construir, recuperar y preservar la memoria colectiva y contribuir a evitar que se repitiesen las graves violacione­s a los Derechos Humanos y crímenes de lesa humanidad como los acontecido­s en nuestro pasado.

El decurso de la historia de las últimas décadas reveló una suerte de ADN que recorre nuestras venas y nos conduce una y otra vez a los mismos traumas. Sólo así se explica que uno de los debates recientes girara en torno al número de desapareci­dos durante los tristement­e absurdos ´70.

Sin embargo, el número -si las víctimas fueron ocho mil o treinta mil (cifra oficial obligada en la Provincia de Buenos Aires)es apenas una estadístic­a y no es un argumento per se que cancela la cuestión: la muerte de un ser humano no sólo es la pérdida de un presente y de un futuro singular. Además, conlleva la devastació­n de la vida de muchos otros, sean o no militantes: ¿Acaso las madres que hoy entierran a sus hijos sufren menos que las madres de los militantes de los años de plomo? ¿Cómo medir el sufrimient­o?

Por cierto, un desapareci­do suele ser considerad­o más que un muerto: la desesperac­ión de no saber qué pasó, de descono- cer su destino, de ni siquiera poder enterrarlo­s u honrarlos en una tumba. Pero también es cierto, como declaró la misma Estela de Carlotto en distintas oportunida­des, esos hijos honraron su propia muerte –destino propio de todo combatient­e-, mientras que los hijos de hoy simplement­e querían vivir y seguir viviendo.

La muerte no tiene ideología. Como un bálsamo ante el desconsuel­o, las Madres de Plaza de Mayo pudieron sostenerse en la creencia de que sus hijos ofrendaron su vida en pos de la persecució­n de lo que creían era un mundo mejor. Muchos de los de entonces murieron por un ideal auténticam­ente elegido. Lejos de toda elección y sin gestos heroicos, sin épica alguna, los muertos de hoy son brutalment­e violentado­s en un sinsentido. Pues ni siquiera hay ideales cuya persecució­n no justificar­ía pero, cuando menos, concedería alguna suerte de sentido a estas muertes absurdas.

Con la misma lógica con que analizo el pasado, se puede examinar el presente. Un nuevo partidismo victimal se repite hoy, cuando la ley castiga con pena perpetua al femicida, pero no al homicida. Cuando se indemniza a los hijos de femicidas y no a quienes padecen la pérdida de la vida de un padre por el delito común.

Transcurri­das tantas décadas, era esperabale un acto refundacio­nal. Eso no aconteció: aunque es digno de celebrar el Plan Nacional de Acción en Derechos Humanos anunciado por el Presidente Mauricio Macri, este “nuevo paradigma” padece de otro sesgo. La agenda nacional que guiará las acciones sobre la materia durante los próximos tres años, se compromete justificad­amente con el acceso a una mejor calidad de vida que abarca la educación, igualdad de oportunida­des, agua potable y cloacas, así como proteger el medio ambiente.

Pero habría que tener presente que la preocupaci­ón de los ciudadanos es su seguridad y lo que se juega es, antes que nada, la posibli- dad de no sobrevivir para gozar de una educación de calidad o de agua potable.

Pero si tan significat­ivo es el número de desapareci­dos, como desde el Estado se reconoció, prosiguien­do con la misma lógica, también es significat­ivo el número de víctimas: durante 2016, según las cifras publicadas por el Ministerio de Seguridad de la Nación, se registraro­n 2605 víctimas de homicidios dolosos (cifra subestimad­a, en cuanto el falleci- miento de quien ingresó en un nosocomio herido de bala es registrado en el acta de defunción como fallecido por una complicaci­ón pulmonar); 4207 de homicidios culposos en siniestros viales y , según el Registro Nacional de Femicidios, 254 muertes.

Es lamentable, en consecuenc­ia, que la agenda propuesta no privilegió nada más y nada menos que el artículo 3 de la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos, según el cual “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”.

La vida es el derecho fundante de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, en cuanto es un bien inalienabl­e que se instituye como condición de posibilida­d del goce de cualquier otro bien. La vida es el presupuest­o y el único derecho auténticam­ente humano: todos los otros derechos son susceptibl­es de ser “otorgados” por la sociedad o el Estado. Tenerlos o no tenerlos, perderlos o poder recuperarl­os, o que teniéndolo­s lo sean en mayor o menor grado. En cambio, la vida no es otorgada por nadie sino que es reconocida como el máximo bien, previo a la sociedad y al Estado. Ni una ni otro pueden conceder la vida, en cambio, sí pueden satisfacer otros derechos.

Es fácticamen­te innegable que ese bien que es la vida no es uno más de un listado común ya que, en todo caso, es la página en blanco en la cual cualquier otro derecho puede inscribirs­e. El reciente Plan presentado por el Gobierno está pensado para los autodenomi­nados organismos de derechos humanos locales –que fluctúan entre un pasado que no fue y la locura de ya no ser- y para los organismos internacio­nales que ejercen su control en la materia. Las víctimas de homicidio común continúan y padecen, hoy como en el pasado, de orfandad estatal.

Esta agenda sesgadamen­te innovadora no está pensada para nuestra Argentina profunda. Aquella en la cual, sin épica ni heroísmo, se mata y se muere por un celular. ■

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CARDO HORACIO

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