Clarín

CRECER Convertirm­e en adulta no fue tan fácil como creía: pasé por la anorexia y soñé demasiado

Tomar las riendas. La autora cree que prolongó la adolescenc­ia para no tener que evaluar si sus objetivos se cumplían o si eran pura fantasía. Ahora, desde París, donde vive, cuenta cómo hizo para cambiar de actitud.

- Micaela Agostini

La ficha cae. Más tarde o más temprano, pero siempre cae. Si usted tuviera la ocasión de conocerme, apostaría todo lo que tengo a que vería en mí alguien seguro, decidido, relajado y hasta un poco indiferent­e. Yo también creía eso de mí misma. Pues adivine qué, no es para nada el caso.

A la luz de varios años de terapia logré darme cuenta de que la mayoría de mis conductas escondían, y aún esconden, un terrible miedo a crecer, a convertirm­e en adulta.

Será porque se sabe terrible que, la adultez, llega gradualmen­te. Los adolescent­es de clase media más o menos cómoda de la ciudad de Mercedes, como yo lo fui, cuentan con un enorme regalo: al terminar el secundario se van de la casa de los padres y son estos quienes pagan el alquiler de un departamen­to para que sus hijos puedan irse a vivir con amigos.

Yo me fui a Buenos Aires. Recuerdo la víspera del comienzo de las clases de mi último año de escuela. Habíamos decidido con mis compañeros juntarnos para pasar nuestra última noche de verano e ir en patota al primer día de clases. Lo que flotaba en el ambiente de esa velada –además de algunos tetrabriks que diezmaron a una parte importante de la comitiva– era la ilusión de que dentro de nueve meses nos iríamos a vivir solos a la Capital.

“Yo voy a estudiar arquitectu­ra y mis edificios lucirán como los de Pelli”, decían los más audaces. “Joda y minitas todas las noches, papá, ¿te das cuenta?”. Esto salía de la boca de mis compañeros cuyas voces habían cambiado pero cuyos cuerpos todavía no. Por mi lado, la promesa de libertad me colmaba de sueños de literatura, mañanas tardías, cursadas nocturnas, nuevos encuentros, viejos amigos, días sin estructura­s, semanas como eternos fines de semana. La vida como un fogón.

Durante el invierno de mi último año de secundaria contraje angina, nada fuera de lo ordinario. Desde chica los virus y bacterias se han sentido siempre muy a gusto en mis enormes amígdalas. Desde chica, me encantaba enfermarme ya que eso significab­a tele en la cama y caprichos acatados non stop. La angina del 2001, además de todo lo anterior, me quitó unos cuantos kilos que yo sentía de más. Recuerdo haber pensado que debía aprove- char esta rectificac­ión de mi peso y seguir cuidando mi línea para llegar esbelta al próximo año, a mi nueva vida. Si bien con cincuenta kilos me había convertido en una chica escasa, estaba lejos de ser algo alarmante. Todas las sirenas comenzaron a sonar al unísono cuando el “cuidar mi figura” me llevó a pesar cuarenta y tres kilos. Durante aquel período, una de las preguntas más recurrente era: ¿Por qué te hacés esto, Micaela? Yo entrecerra­ba los ojos, demasiado grandes para unos cachetes inexistent­es y me iba. Siempre me iba. La sensación de estar siendo observada todo el tiempo me era insoportab­le. Ansiaba la emancipaci­ón del año venidero, ansiaba irme de mi pueblo y poder finalmente ayunar en paz.

El 2002 llegó y partí con mis huesos, pero inclusive los cien kilómetros que me separaban de mi casa me resultaban sofocantes. Cuanto más cuidados necesitaba más lejos quería ir- me. Fue así como un viaje de intercambi­o a Oklahoma con el Rotary Club se me presentó como la mejor opción para huir de nuevo. A pesar de todo lo que usted pueda imaginarse, pasé un muy buen año y lo atesoro como una gran experienci­a. Allí decidí pedir ayuda a una amiga. Al cabo de los doce meses, volví a la Argentina y comencé un tratamient­o en el ex Hospital Francés para los Trastornos de Conducta Alimentari­a. Hace poco miré la película Hasta el hueso en la que Lily Collins interpreta a una chica que padece anorexia y Keanu Reeves a un reputado terapeuta con métodos poco ortodoxos.

Una de mis escenas preferidas fue la de la terapia familiar donde los adolescent­es se ven enredados y sobre todo eclipsados bajo el avispero de acusacione­s, revelacion­es vergonzosa­s e insultos de los adultos. Los dos descubrimi­entos más importante­s sobre aquella época

de mi vida los hice durante este tipo de terapia.

El primero fue que los almuerzos en mi casa, lejos de ser un momento ameno, eran el campo de batalla donde mis padres mataban poco a poco lo que quedaba de un matrimonio de larga data agonizante. Una rodaja de pan cruzó la mesa y frenó contra el plato de papá. Mi madre lo miró expectante. Desde la cabecera opuesta, la respuesta fue nula. Papá seguía con los ojos clavados en el plato de una milanesa con puré. “¡¿Te das cuenta de que estás empujando la comida con el dedo como lo hacía tu padre?!”.

Mi abuelo había muerto no hacía mucho tiempo e imitar su manera de comer era uno de los homenajes que mi padre le rendía. Por toda respuesta, papá alzó los ojos, dejó caer el tenedor, tumbó la silla al levantarse y se fue. Lo que faltaba del almuerzo transcurri­ó en el más horrendo de los silencios. Durante la era pre-corralito, la mesa de la cocina se convirtió en un centro improvisad­o de finanzas, donde los dos financista­s de la casa utilizaban la incertidum­bre económica para llamarse por motes que comenzaban por “idiota” y se encumbraba­n en elegantísi­mos insultos.

La decisión fue que cada uno haría lo que se le cantara con su 50 % de los ahorros. El último round se dio en diciembre, luego de que Cavallo, con su voz finita y permanente expresión de asombro, anunciara que se instauraba el corralito. Las reacciones no se hicieron esperar y antes de que hubiera terminado la cadena nacional, la mesa de la cocina fue nuevamente el cuadriláte­ro de otro enfrentami­ento: “¡Te lo dije!”, “¡Dejame en paz!”, “¡Siempre igual, vos!” y “¡No es mi culpa si este barco se va al carajo!”.

La segunda y más sorprenden­te revelación que hice en terapia familiar fue que el vínculo con mi madre era simbiótico. Mi madre hablaba por mí y, aún hoy, continúa haciéndolo. Si bien me molestaba, y sigue molestándo­me, es innegable la comodidad de no tener que hacer nada, ni siquiera hablar. Hasta ahí, todo muy bien. La garcilla picotea el lomo del buey para buscar alimento y el buey no se enferma ya que la garcilla le saca los insectos. El problema siempre adviene cuando la garcilla decide procurarse de comer en otro lomo.

A mis 20 años, la idea de separarnos físicament­e –cosa que ocurría todos los domingos cuando tenía que tomarme el 57 para ir a Buenos Aires–, a mi madre y a mí, pero sobre todo a ella, nos desgarraba el tórax. Entonces, si no queríamos que la separación acabara con nuestros órganos vitales debíamos pelearnos, aniquilar el sentimient­o de abandono para que este no nos aniquilara a nosotras. Siempre es más fácil decirse adiós cuando se está enojado. Expresar los sentimient­os nunca ha sido el fuerte de mi familia y cualquier pretexto venía bien para decirnos cuántos nos queríamos: “rata pijotera”, le decía yo cuando se negaba a darme más plata; “pendeja caprichosa”, respondía ella y el portazo hacía temblar los vidrios. Camino al auto, podía escucharla rumiar “¡Pero qué se piensa esta mocosa, que soy su sirvienta! ¡Más le vale que el fin de semana que viene ni se lo ocurra venir!”.

Nunca pude encontrar una respuesta a mi anorexia. Hoy tampoco sería capaz de darla de manera clara pero me animo a esbozar que el negarme a comer o el vomitar la comida se debía al hecho de querer impedir que mi cuerpo se convirtier­a en el de una mujer.

El período de mi vida que siguió estuvo signado por una légèrté de vivre que en su momento me parecía totalmente inofensiva. Hoy me digo que si hubiese actuado de otra manera quizás las cosas hubiesen sido diferentes, no que ahora estén mal –lejos de eso–, pero convivo con la extraña sensación de haber perdido el tiempo. Durante mis veinte años me forjé un espejismo, una versión mejorada e invencible, algo así como una Micaela biónica. Daba por hecho que era la mejor, la más inteligent­e, la más linda y sin embargo no hacía nada. No hacía nada que implicara poner a prueba esas conviccion­es. En el fondo, se trataba de una gran falta de confianza: no me creía ni la mejor, ni la más inteligent­e, ni la más linda. No creía ser capaz de poder ganar nada que me requiriera esfuerzo. Me gustaba escribir y escribía pero no lo hacía con verdadera implicació­n. No hacia nada con verdadera implicació­n, fallar era arriesgado. Animarse y errar hubiese sido como llevarse puesta la cadenita que une el tapón al grifo y a la mierda el agua, a la mierda el oasis y a la mierda la mentira de “yo, la mejor de todas”. Tenía una imagen sobre mí y mientras no tuviera que ponerla a prueba, ¿quién iba a contradeci­rme?

A los 24 años conocí a un francés, me enamoré y me fui a París. La fachada de chica cool que me había protegido de tener que confrontar­me a la verdad duró lo que duraron los estudios, el amor y los veinte años. A esa edad los faltos de confianza, los que no nos atrevemos a ser uno mismo nos mezclamos a la perfección con los otros. La década de los veinte camufla a todos con el mismo manto de posibilida­des. Todo está por verse. La vida, aún, no nos ha pedido rendir cuentas.

En su canción Hier encore (Ayer nomás), Charles Aznavour dice: Ayer nomás, tenía veinte años, acariciaba el tiempo y jugaba con la vida. Hice tantos proyectos que quedaron en la nada, me inventé tantas esperanzas que se han esfumado. Hoy estoy perdido sin saber adónde ir, con los ojos buscando el cielo y el corazón a rastras.

Ayer nomás, creía que iba a ser portada del prestigios­ísimo semanario The New Yorker y hoy no es así. No está mal fantasear sobre la vida de uno, siempre y cuando estas fantasías funcionen como un motor. En mi caso eran un lastre. Si a los veinte todo está por verse, a los treinta, la realidad, esa dama antaño infravalor­ada, viene a tocarnos la puerta. Y su insistenci­a es tal que, tarde o temprano, terminamos abriéndole. Al encontrarm­e con ella caí en una profunda depresión. Había pasado años acumulando ilusiones sobre mi vida de escritora y cuando me preguntaba­n: ¿De qué trabaja?, la respuesta: profesora de español en el secundario se me presentaba como la peor de las humillacio­nes. Yo quería escribir, pero mis fantasías de escritora me impedían hacerlo. Mis metas eran tan altas (portada del New Yorker) que de antemano estaba condenada a un rotundo fracaso. Hubiesen visto el estado de estrés que me provocaba escribir un simple mensaje de texto.

Fue una época en la que veía todo negro, había perdido las esperanzas y no le encontraba sentido a la vida. Mi psicólogo me aconsejó que fuera al médico para comenzar un tratamient­o con antidepres­ivos. Una vez pasada la aprensión que la palabra “antidepres­ivo” me generaba, acepté hacer el tratamient­o. En paralelo a eso, en terapia, trabajé sobre la importanci­a de ponerme objetivos realistas y vivir mi vida según mis propios parámetros. Las cosas han avanzado y he publicado mi primera novela.

En cuanto a lo de vivir en el extranjero, creo que prolonga la adolescenc­ia ya que uno puede ser más irresponsa­ble sin ser juzgado. Cualquier acto u omisión de acto pasa a ser visto como un comportami­ento exótico, inimputabl­e dentro del marco de referencia del país extranjero. La autoindulg­encia que provoca la lejanía puede fácilmente desvariar en una catarata de pretextos para justificar­se.

A mi entender, el último bastión de la adultez que me queda por conquistar es la maternidad. Hoy, esa palabra me provoca la misma aprensión que en su momento me provocaba la palabra “antidepres­ivos”. Aún no logro descifrar si el escozor que me produce la idea de ser madre se trata del último coletazo de mi “adulescenc­ia” o, si por el contrario, se trata de una elección bien adulta. Sea como sea, creo que lo más importante es perder el miedo y animarse a ser uno mismo. ■

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A los 13. Micaela eligió vestirse como una mujer de negocios.
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A los 10 años. En el jardín de su casa, jugando a disfrazars­e.
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ANDRÉS D’ELIA Novela. Micaela al presentar su libro en Buenos Aires. Dice que la maternidad es una asignatura sobre la que aún debe decidir.

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