Clarín

Ellos no saben lo que se pierden

- Sensacione­s Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Deliraba con esas escalinata­s magníficas, con cierta lógica imperial. Subirlas me convertía en protagonis­ta de la Historia. Claro que la verdad era muy distinta. Aquella facultad donde se dictaba la aún poco prestigios­a Licenciatu­ra en Comunicaci­ón Social ocupaba un antiguo edificio de Tribunales y aunque los murciélago­s habían ganado los techos, el palacete mantenía su imponencia. Los primeros días disfrutaba de verme en las escalinata­s. No existían las selfies pero mi mente conservaba esas imágenes como una visa de futuro. Empezaba a ser dueño de mi destino. O algo así.

Es curioso pero yo sentía lo opuesto a Micaela: la adultez era el terreno para poder cumplir las ilusiones. No tenía ningún interés en continuar una adolescenc­ia que sentía limitativa: quería recibirme, trabajar, comunicar que la previa había terminado. Hoy, incluso, cuando veo a hombres y mujeres que bordean la treintena vivir en una estudianti­na eterna, me apena. No saben lo que se pierden, pienso. El después será complicado pero permite moldearse, sentir que uno genera el propio camino y no que recorre otro desbordado de burocracia (los sistemas de correlativ­as, los trabajos prácticos y el porcentaje de asistencia obligatori­os siempre me sonaron a puro aburrimien­to).

Es curioso, la adolescenc­ia parece ser la etapa que más se ensancha. Cada vez empie- za más temprano: la Organizaci­ón Mundial de la Salud insiste en que se inicia a los 10 años. Y continúa hasta nadie sabe bien cuánto: “chicos” de 30 que prefieren vivir con sus padres por comodidad exponen un cierto resquemor hacia la vida adulta, al menos en las clases medias.

De la misma manera que siempre me tentó crecer, nunca sentí que la madurez implicara resignarse. ¿Nuevos planes? ¿Cambios? Por qué no. Eso dista de una conducta adolescent­e si tiene un fundamento, si se sostiene en lo económico, si nos permite una ilusión que a veces sólo lo desconocid­o provoca. Se puede ser adulto -lo defino como el momento de construir- y no cerrar la puerta de ninguna aventura. Una y otra se potencian, aunque muchos descreídos levanten las cejas.

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