Cuando el nacionalismo catalán y el español se enfrentan con encono
El independentismo no se apea de su discurso supremacista, unilateral y continúa reivindicando la Declaración Unilateral de la Independencia y la construcción de la República. Acaba de ganar las elecciones autonómicas con mayoría absoluta parlamentaria para elegir nuevo gobierno de la Generalitat. Perdió el “plebiscito” que había proclamado como finalidad para repudiar la intervención del gobierno español aplicando, sin ninguna reacción significativa, el artículo 155 de la Constitución.
Los resultados en las urnas (51,04% no independentistas a 47,49% del secesionismo), muy similares a los de las elecciones de 2015 (52,2% a 47,80%) donde el separatismo ganó la mayoría absoluta pero perdió el proclamado “plebiscito” sobre una consulta ilegal por la independencia colmado de irregularidades. Nadie lo reconoció.
Los independentistas querían romper España y han terminado por quebrar Cataluña en dos comunidades que se profesan un encono mutuo cada vez más deplorable. Es un gran fracaso del proceso-fenómeno de fondo, que lleva siglos, el nacionalismo catalán. La misión más sagrada de todo nacionalismo es mantener unida la nación. Ahora no hay un “poble catalán” sino dos que se conllevan pero han perdido la convivencia en toda la capilaridad emocional que arrasa amistades, familias y el tener que estar juntos pero a cara de perro.
La solución es el diálogo, proclama ahora sin arrepentirse de nada el independentismo tras avasallar el Parlamento, aprobar la ruptura con España inaugurando la legalidad catalana que predominaba como “ley suprema” sobre la “legalidad española”.
Pero la situación después de esta etapa dramática ha cambiado totalmente. Antes, las catorce comunidades autónomas que asumen la Constitución, además de Cataluña, creían con poco entusiasmo que había que considerar ciertas facilidades para los independentismos. Ahora se niegan totalmente a que haya ninguna desigualdad entre las 15 comunidades. Rechazo total empujado por el auge arrollador del nacionalismo español, furioso contra los secesionistas y que escuchan complacidos el mensaje durísimo de Ciudadanos, la lista más votada en Cataluña.
Los dos nacionalismos en pugna, secesionista y español, comparten los peores defectos de esas doctrinas que han provocado cataclismos históricos como la Segunda Guerra Mundial, 60 millones de muertos y también la Primera, con 25 millones de fatalidades. Exaltan hasta el frenesí la fe identitaria en la tribu, autocomplaciente hasta el infantilismo, creadora de leyendas históricas men- daces y autocomplacientes. Nada aleja más a los pueblos de la madurez civilizada que estas arrogancias.
Para eso, en las sociedades civilizadas, por ejemplo en la Unión Europea (UE), para convivir en espacios políticos y económicos que fueron asolados por la guerras, es imprescindible el respeto a las normas de convivencias, a la legalidad constitucional y otra serie de requisitos que, si son violados, significan la expulsión.
El secesionismo creyó que podía romper a uno de los Estados más viejos de Europa, más de cinco siglos de vida, cabeza cultural de la civilización iberoamericana, con Portugal. Para ello inventó con entusiasmo, el desvarío, la convicción inaudita de que, dado “el gran poderío histórico” (no es un chiste) de una de las 15 comunidades autónomas de España, la UE la obligaría a rendirse y admitir su independencia. Nadie, ni siquiera la Venezuela de Maduro que los alababa tanto, los reconoció. ■