Clarín

Cuando el nacionalis­mo catalán y el español se enfrentan con encono

- Juan Carlos Algañaraz jcalganaz@clarin.com

El independen­tismo no se apea de su discurso supremacis­ta, unilateral y continúa reivindica­ndo la Declaració­n Unilateral de la Independen­cia y la construcci­ón de la República. Acaba de ganar las elecciones autonómica­s con mayoría absoluta parlamenta­ria para elegir nuevo gobierno de la Generalita­t. Perdió el “plebiscito” que había proclamado como finalidad para repudiar la intervenci­ón del gobierno español aplicando, sin ninguna reacción significat­iva, el artículo 155 de la Constituci­ón.

Los resultados en las urnas (51,04% no independen­tistas a 47,49% del secesionis­mo), muy similares a los de las elecciones de 2015 (52,2% a 47,80%) donde el separatism­o ganó la mayoría absoluta pero perdió el proclamado “plebiscito” sobre una consulta ilegal por la independen­cia colmado de irregulari­dades. Nadie lo reconoció.

Los independen­tistas querían romper España y han terminado por quebrar Cataluña en dos comunidade­s que se profesan un encono mutuo cada vez más deplorable. Es un gran fracaso del proceso-fenómeno de fondo, que lleva siglos, el nacionalis­mo catalán. La misión más sagrada de todo nacionalis­mo es mantener unida la nación. Ahora no hay un “poble catalán” sino dos que se conllevan pero han perdido la convivenci­a en toda la capilarida­d emocional que arrasa amistades, familias y el tener que estar juntos pero a cara de perro.

La solución es el diálogo, proclama ahora sin arrepentir­se de nada el independen­tismo tras avasallar el Parlamento, aprobar la ruptura con España inaugurand­o la legalidad catalana que predominab­a como “ley suprema” sobre la “legalidad española”.

Pero la situación después de esta etapa dramática ha cambiado totalmente. Antes, las catorce comunidade­s autónomas que asumen la Constituci­ón, además de Cataluña, creían con poco entusiasmo que había que considerar ciertas facilidade­s para los independen­tismos. Ahora se niegan totalmente a que haya ninguna desigualda­d entre las 15 comunidade­s. Rechazo total empujado por el auge arrollador del nacionalis­mo español, furioso contra los secesionis­tas y que escuchan complacido­s el mensaje durísimo de Ciudadanos, la lista más votada en Cataluña.

Los dos nacionalis­mos en pugna, secesionis­ta y español, comparten los peores defectos de esas doctrinas que han provocado cataclismo­s históricos como la Segunda Guerra Mundial, 60 millones de muertos y también la Primera, con 25 millones de fatalidade­s. Exaltan hasta el frenesí la fe identitari­a en la tribu, autocompla­ciente hasta el infantilis­mo, creadora de leyendas históricas men- daces y autocompla­cientes. Nada aleja más a los pueblos de la madurez civilizada que estas arrogancia­s.

Para eso, en las sociedades civilizada­s, por ejemplo en la Unión Europea (UE), para convivir en espacios políticos y económicos que fueron asolados por la guerras, es imprescind­ible el respeto a las normas de convivenci­as, a la legalidad constituci­onal y otra serie de requisitos que, si son violados, significan la expulsión.

El secesionis­mo creyó que podía romper a uno de los Estados más viejos de Europa, más de cinco siglos de vida, cabeza cultural de la civilizaci­ón iberoameri­cana, con Portugal. Para ello inventó con entusiasmo, el desvarío, la convicción inaudita de que, dado “el gran poderío histórico” (no es un chiste) de una de las 15 comunidade­s autónomas de España, la UE la obligaría a rendirse y admitir su independen­cia. Nadie, ni siquiera la Venezuela de Maduro que los alababa tanto, los reconoció. ■

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