Clarín

Viajé al pueblo de mi bisabuela a encontrar un mundo perdido: toda su familia fue fusilada por los nazis.

Lituania, lejana pero “conocida”. Esto sintió la autora en la zona donde habían vivido sus parientes. No queda nadie -en la Segunda Guerra mataron a casi todos los judíos- pero percibió que algo la aferraba a ese lugar.

- Malena Schvartz

Maishiagal­a hasta hace unas semanas era blanco y negro, o sepia. No podía imaginárme­la de otra manera. La había visto en algunas fotos viejas. Pero poco a poco fue tomando color. Parece una pintura realista del siglo XIX. Las casas son casi iguales a cómo eran antes: de madera con techos a dos aguas que previenen las montañas de nieve que se acumulan en los inviernos lituanos. Algunas están pintadas de amarillos, celestes o azules que contrastan con el paisaje verde. La mayoría de las pocas casas tiene al costado, o en la entrada, una huerta, o varias.

Según me contaron, pareciera que nada cambió, sólo que ya no quedan judíos. La mayoría va a la iglesia del pueblo –la única– donde asisten no más de 200 personas. En la puerta los recibe una estatua del Papa Juan Pablo II que no mide más de un metro; Lituania es uno de los países bálticos que profesa mayoritari­amente el catolicism­o a diferencia de Letonia o Estonia que se abocaron a la rama luterana. Afuera, árboles y más verde.

El 26 de septiembre de 1941 Maishiagal­a desapareci­ó casi por completo. Los nazis obligaron a caminar a todos los habitantes –1767, casi todos judíos- hasta llegar a Rieses, una aldea cercana donde tuvieron que cavar su propia fosa previo a ser fusilados y cremados. Desde ese día perdimos todo rastro de mi familia hasta este viaje. Ochenta y cinco años después de que mi bisabuela se escapara de la crisis y el antisemiti­smo, volvimos.

A Maishagala viajamos mi tía abuela Celia, sus hijas, mi mamá, su hermano, mis primos y yo. Sin saber si fue casualidad o destino, llegamos al monumento que les hicieron a los fusilados a 76 años de aquella jornada trágica. Justo el 26 de septiembre de 2017. Los primeros días de 1909 fueron los más fríos en mucho tiempo. Pocos se animaban a salir de sus casas. El cielo, una inmensa nube que lo cubría por completo. Todo era gris, como el humo que salía de las chimeneas de los hogares, único calor para soportar las heladas.

Ese invierno, una noticia coloreó los blancos, negros y grises para la familia Lip. El 13 de enero nació Sonie, hija de Uscher Lip y Esther Zisblat, una pareja de judíos que vivía en Kolky, hoy parte de Ucrania.

Europa entraba en la primera crisis del siglo. No sólo el negocio de la familia Lip no iba bien sino que la salud de Uscher y de su hijo mayor estaba en riesgo: se habían contagiado de tifus y no faltaba mucho para que los matara. Fue ahí que –tiempo después y por necesidad de su madre– Sonie, partió a otro pueblo, al igual que sus hermanos.

Con diez años se subió a un tren por primera vez, sola. Del otro lado de la frontera, en Maishiagal­a, la esperaba Shlomo: el hermano mayor. Él se haría cargo de Sonie por el resto de sus años en Lituania (que unos años después, en medio de las fronteras cambiantes, fue parte de Polonia). Y llegó luego la crisis de la economía mundial. Los que pudieron, se fueron del pueblo.

En 1932 Sonie pisó el barco La Florida y arribó un mes después al puerto de Buenos Aires. Desembarcó en el Hotel de los Inmigrante­s donde se encontró con su novio Lipman –había llegado dos años antes desde Lituania– y se casaron ahí mismo. Juntos se instalaron en el barrio de La Paternal donde criaron a sus hijos nacidos en Argentina, Celia y Osvaldo (mi tía abuela y mi abuelo materno). La mañana antes de ir a Rieses pasé por el Registro Nacional de Personas en Vilna. La guía, Regina, de unos sesenta años, fue clave

para rearmar nuestra historia familiar. Primero me ayudó con las traduccion­es: buscó los posibles datos que podrían acercarnos a nuestros familiares desapareci­dos durante la Segunda Guerra. No teníamos mucha informació­n: ninguno de la familia de mi bisabuela había nacido en Lituania y, después de 1918 cada uno de sus ocho hermanos se dispersaro­n por distintos pueblos.

Lo único que tenía eran las cartas en idish (la lengua de los judíos de Europa del Este) que guardó mi tía, escritas entre 1930 y 1940, de Lituania a Buenos Aires. Regina sabía leer en idish. Descubrió que todas las cartas estaban firmadas por tres iniciales S.C.L. Buscamos, sin esperanza, en las computador­as del registro de habitantes de Maishiagal­a nombres que pudieran contener estas tres letras. Encontramo­s a la persona buscada. Y no fue la única: el árbol genealógic­o que había quedado parado en el tiempo se empezó a completar.

Las cartas las conservó Celia. Sonie se las dejó como legado y ella las cuidó como si fueran oro. Las tiene guardadas en folios separados, en carpetas anchas. Cuando fui a su casa, antes de viajar, para investigar un poco lo que teníamos de nuestros familiares, me las mostró. Agarré la primera que vi. Era amarilla, la tinta de pluma, palabras borroneada­s. Para mi tía eran las lágrimas de Sonie cuando las releía para acordarse de sus hermanos que nunca más pudo ver. Y el olor: parecido al de los libros viejos que uno guarda en el fondo de las biblioteca­s por años. Olor a historia. Esa tarde, después de haber ido a ver la fosa de los fusilamien­tos, fuimos a visitar a Fannia, 96 años. Iba a ser nuestra guía, pero unos días antes de viajar nos llamó para avisarnos que había tenido un accidente y, por eso, nos acompañarí­a Regina. Entramos a su departamen­to empapelado en fotos que seguro tendrían más de 100 años. Generacion­es anteriores a ella cubrían las paredes.

Apenas apareció Fannia no pude dejar de mirarla. Tiene la piel suave y con muy pocas arrugas. Pero sólo algunas resaltan sobre su tez trigueña. Y sus ojos: celestes y brillosos. Ahí es donde se refleja todo su pasado: la fuerza y valentía con la que vivió los años más dolorosos de su vida hasta poder llegar a ser quien es hoy. Fannia es la única sobrevivie­nte del fusilamien­to, una de las seis chicas que escaparon, la que sabe mejor que nadie la historia antisemita en Lituania.

Mi familia y yo nos sentamos a escuchar como ella y mi tía Celia hablaban en idish. Parecían conocerse desde años y en sus miradas existía complicida­d casi de amigas. Yo no hablo idish, pero me gustaba imaginar lo que se decían una a la otra entre carcajadas que sólo ellas entendían. Comprendí que las unía una historia en común, un pasado similar porque pocos son los que quedan, saben la historia completa y tienen ganas de contarla. Luego de la casa de Fannia debíamos retirar los resultados de las búsquedas que habíamos hecho esa mañana. Volvimos al registro y nos recibió una señora con todos los documentos –antiquísim­os pero muy bien conservado­s– que nos dirían si se había encontrado a alguien de nuestra familia. Nos dieron un libro de tapa dura con más de 500 páginas con los nombres de los habitantes de todos los pueblos lituanos, desde antes del 1900. No nos fue difícil: en la M de Maishiagal­a, alguno de los 1767 fusilados tenía que tener las tres iniciales que descifró Regina. Pertenecía­n al hermano de Sonie.

Sentí en el cuerpo un poco de nervios. Sin siquiera conocerlos creía que me estaban hablando de alguien cercano a mí. A medida que Regina nos iba leyendo datos del libro y otros papeles en lituano –Regina hablaba, además de idish, inglés, ruso, polaco, lituano y cada tanto tiraba palabras sueltas en español– me imaginé a cada uno de mis tíos bisabuelos y primos lejanos, poniéndole­s cara y personalid­ad –Shlomo no fue al único que encontramo­s aquel día–. Salimos y reconstruí en mi cabeza una historia que jamás pensé que me iba a tocar armar.

Por algún motivo que desconozco, y a pesar de que mi mamá y Sonie tuvieron un vínculo muy fuerte –casi como el de cualquier abuela con un nieto–, mi mamá no le preguntó lo suficiente para poder transmitir­me la historia completa. Eso hubiese sido lo lógico. No creo que haya sido falta de interés, sabía lo general: que Sonie vino de Europa por la crisis. Supongo que fue una generación a la que intentaron desvincula­r del pasado. Sufrieron mucho. De una u otra manera, a pesar de que pudieron rehacer su vida lejos de donde la soñaron, perdieron la identidad.

Durante el vuelo de ida a Lituania me la pasé hablando de la historia de Sonie con mi mamá. Me parecía raro contársela yo a ella.

A pesar de la falta de informació­n sobre su abuela, mi mamá supo transmitir­me de dónde vengo. Mis raíces. También mi papá y mis abuelos. Para ellos, era muy importante, que supiera que mi DNI dice que soy Schvartz y, en verdad, mi apellido original es Szwarc. Ellos fueron las primeras generacion­es que se encargaron de construir y consolidar la familia que somos hoy, en Argentina.

El libro Ningún lugar adonde ir, de Jonas Mekas –director y cineasta estadounid­ense, nacido en Lituania–, dice: “Mi propia vida, mi pasado, mis raíces, mis ancestros, me resultaban completame­nte ajenos. Ni siquiera sabía qué era lo que comía de chico. Si hoy alguien me pregunta qué comen los lituanos no sabría qué responder.” Yo sí sé qué comen los lituanos: borsch, latkes de papa –o la moderna papa rosti–, arenque marinado, varenikes, entre tantos otros platos que varían entre papa y pescado, como suelen cocinar mis abuelas y tías.

A diferencia de Jonas Mekas, nunca viví en Lituania. Pero cuando llegué me sentí como en casa. Como si hubiese pisado ese suelo antes. En otra vida. Los olores, la comida, la fisonomía de los que viven allá. Las calles eran tal cual me las imaginaba, como en las películas de la Segunda Guerra. Empedradas, algunas atravesada­s por las vías de los tranvías, edificios bajos de dos o tres pisos decorados por varios ventanales rectangula­res. Que todo sea tan familiar es raro: ajeno pero propio.

La fosa ya no es un pozo, es un monumento: filas de piedras forman un rectángulo de cincuenta metros por dos. De fondo un bosque verde soltando las primeras hojas del otoño. Por entre medio de las ramas atraviesan los rayos de sol. El poquito calor que se siente en medio de esos “montes” viene de ahí arriba.

Me besé la mano y la apoyé sobre la tierra. Como si estuviese saludando a un familiar muy querido. Quiero decir conocido, pero en realidad, no conocí a nadie.

Respiré hondo: quería sentir el olor del aire, puro y fresco. Lleno de historia y recuerdos borrosos.

Imaginé el fusilamien­to 70 años atrás. Adonde miraba, había fantasmas.

No me salió otra cosa más que llorar. Estaba hipnotizad­a con todo lo que veía. La brisa sacudía los árboles mientras las hojas zigzagueab­an por el aire hasta que caer al suelo. Agarré la que cayó frente a mí: me sequé las lágrimas y la apoyé en el centro del rectángulo, como si le estuviese demostrand­o a mi bisabuela que pudimos hacer lo que nunca pudo: llorar por la familia.

No soy religiosa, no creo que los muertos me escuchen, pero sentí la necesidad de hablar para adentro y hacerles saber que vinimos y que no nos olvidamos.

Antes de irme, besé la tierra y dejé una piedra, como hacemos los judíos. Para nosotros, poner una piedra sobre una tumba es como llevar flores a un cementerio. Es un tributo al muerto y deja en evidencia que alguien estuvo de visita. Una flor se marchita con rapidez y eso para los judíos simboliza la fragilidad del cuerpo. Por eso usamos piedras, la eternidad del alma que queda, la perpetuida­d.

Miré de nuevo, tal vez por última vez, todo lo que me rodeaba y sentí una tranquilid­ad que no recuerdo haber sentido antes. ■

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Lituania. Malena (segunda izq.) en el monumento que conmemora a las víctimas de los nazis.
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Sonie. El pasaporte polaco de la bisabuela (su pueblo lituano perteneció un tiempo a Polonia).
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ALFREDO MARTÍNEZ Búsqueda. En Lituania le dieron un libro con los nombres de la gente del pueblo. Allí hallaron muchos datos valiosos.

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