Ese vivo deseo de que algo suceda llamado ilusión
Estas noches en las que pasan los Reyes Magos, florece una pasión arraigada en todos pero que rara vez asoma a ser confesada: la ilusión. No la ilusión que viene del engaño, que eso es otra cosa; no la ilusión del prestidigitador, anta la que igual nos rendimos. No, esta es otra ilusión, la que el sabio diccionario define como “El vivo deseo de que algo suceda”. Volvamos por un instante a la infancia y a nuestras desveladas noches de Reyes: la ilusión era casi tan placentera como el presente que los tres monarcas nos dejaban.
Y aún luego, cuando la ilusión hubiese sido develada, porque nunca falta alguien que intenta arruinar la fe de un chico, ese sentimiento hondo y lírico, intenso y misterioso, volvía a crecer por encima de la revelación. También esa es la verdadera ilusión, la que se impone al presente, al pasado y al futuro. La ilusión nos ha ayudado a crecer y, con perdón por el atrevimiento, nos mantiene con vida en los momentos más duros. Miren, hay que tener ilusión para treparse a tres camellos y ha- cer un viaje agotador guiados sólo por una estrella fugaz, para llevar unos regalos a un Niño que nació en un pesebre y entibia sus manos con el aliento de un buey. Si eso no es ilusión… Y eso es lo que hicieron los míticos Melchor, Gaspar y Baltasar que, además, siempre nos devuelven la sombra de nuestros mayores en la casa grande.
Por eso, anoche fui fiel a aquel que fui y posé mis zapatos en el alfeizar de la ventana, con la certeza de que a la mañana encontraría mi ilusión apuntalada. También dejé agua y un poco de pasto. Ustedes no me van a creer, pero hoy no había.