Clarín

Ese vivo deseo de que algo suceda llamado ilusión

- alberamato@gmail.com Alberto Amato

Estas noches en las que pasan los Reyes Magos, florece una pasión arraigada en todos pero que rara vez asoma a ser confesada: la ilusión. No la ilusión que viene del engaño, que eso es otra cosa; no la ilusión del prestidigi­tador, anta la que igual nos rendimos. No, esta es otra ilusión, la que el sabio diccionari­o define como “El vivo deseo de que algo suceda”. Volvamos por un instante a la infancia y a nuestras desveladas noches de Reyes: la ilusión era casi tan placentera como el presente que los tres monarcas nos dejaban.

Y aún luego, cuando la ilusión hubiese sido develada, porque nunca falta alguien que intenta arruinar la fe de un chico, ese sentimient­o hondo y lírico, intenso y misterioso, volvía a crecer por encima de la revelación. También esa es la verdadera ilusión, la que se impone al presente, al pasado y al futuro. La ilusión nos ha ayudado a crecer y, con perdón por el atrevimien­to, nos mantiene con vida en los momentos más duros. Miren, hay que tener ilusión para treparse a tres camellos y ha- cer un viaje agotador guiados sólo por una estrella fugaz, para llevar unos regalos a un Niño que nació en un pesebre y entibia sus manos con el aliento de un buey. Si eso no es ilusión… Y eso es lo que hicieron los míticos Melchor, Gaspar y Baltasar que, además, siempre nos devuelven la sombra de nuestros mayores en la casa grande.

Por eso, anoche fui fiel a aquel que fui y posé mis zapatos en el alfeizar de la ventana, con la certeza de que a la mañana encontrarí­a mi ilusión apuntalada. También dejé agua y un poco de pasto. Ustedes no me van a creer, pero hoy no había.

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