Clarín

“Cruzar los dedos”, un ritual extraño

- Miguel Jurado mjurado@clarin.com

Cruzó por debajo de un puente justo cuando pasaba el tren. “Buena suerte”, pensó y se dispuso a elegir un deseo. Le venía justo, estaba convencida de que necesitaba un poco más de suerte.

Lo primero que pensó fue en elegir como milagro que la llamara el Turco, porque el Turco era un tipo conectado y le sobraba laburo. Pero la cosa no era que ella lo llamara a él. Porque llamarlo era como mostrar que estaba en la lona, que no tenía trabajo, que estaba de oferta. “No hay que dar esa imagen”, pensó.

Estaba claro que lo mejor era que él la llamara a ella, pero eso sería pedir demasiado. Pensó que si postulaba un deseo más modesto sería más fácil que se cumpliera. Lo segundo mejor que se le ocurrió era encontrar al Turco de casualidad. Así podría hablar de cosas triviales, preguntarl­e por la mujer… por la hijita (debe estar por cumplir los cinco) y, como una cosa lleva a la otra, seguro que el Turco le iba a preguntar en qué andaba. Ella iba a decir que estaba tapada, pero que se quería abrir a cosas nuevas, que la buena onda en el laburo es lo más importante, que pin, que pan, que pun, al final, le iba a pedir trabajo sin parecer desesperad­a.

Consumió dos cuadras desde el puente con los dedos cruzados para mantener activo el tiempo para pedir el deseo. Ya estaba casi convencida de que ese encuentro era la mejor opción cuando vio que delante suyo caminaban el Turco, su mujer y la hijita.

Se dio media vuelta y cruzó de vereda. Cuando llegó a su casa, todavía tenía los dedos cruzados. No se acordaba para qué.

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