Clarín

Crímenes contra la argumentac­ión

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Ezequiel Spector Profesor y director de la carrera de Abogacía de la Universida­d T. Di Tella

Han transcurri­do más de dos décadas desde que se publicó el libro La constituci­ón de la democracia deliberati­va, escrito por el jurista argentino Carlos Nino. En aquella obra, Nino contribuye a sentar las bases teóricas de una cierta forma de ver la democracia, de acuerdo con la cual la práctica del debate y la argumentac­ión ocupan un lugar central en la toma de decisiones sobre asuntos públicos. Según esta concepción, una decisión de ese tipo gana legitimida­d cuando surge de una deliberaci­ón robusta, en la que todos los afectados por ella hayan debatido racionalme­nte. Por supuesto, este escenario debe visualizar­se como un ideal regulativo: aunque semejante deliberaci­ón sea imposible en la práctica, puede funcionar como un estándar para evaluar la calidad de nuestra democracia.

Es claro, entonces, que los debates en el Congreso, en los medios de comunicaci­ón, en las universida­des y en cualquier otro ámbito propicio contribuye­n enormement­e a la vida política. Sin embargo, también pueden reflejar muchos de nuestros defectos como ciudadanos; por ejemplo, nuestros prejuicios, nuestra deshonesti­dad intelectua­l o la falta de capaci- dad para fundamenta­r lo que decimos.

En este sentido, si observamos las democracia­s actuales, el nivel de argumentac­ión deja mucho que desear. Políticos, periodista­s, académicos, líderes religiosos e incluso artistas expresan constantem­ente sus opiniones, pero con errores lógicos que suelen pasar desapercib­idos. Las falacias lógicas son comunes en prácticame­nte todas las democracia­s actuales. Es claro que Argentina no es la excepción.

Aunque son muchas las falacias que están impregnada­s en nuestra cultura política, aquí advierto sobre una de ellas, tal vez la más común: la “falacia contra la persona” (también conocida por su nombre en latín: ad hominem). Básicament­e, consiste en quitarle valor a lo que dice el interlocut­or, pero no criticando sus opiniones, sino atacando a su persona; por ejemplo, apelando a su personalid­ad, a su pasado, a su situación legal, a su condición social o a cualquier otra caracterís­tica supuestame­nte negativa. El engaño radica en que las caracterís­ticas de una persona no dicen nada sobre si lo que está diciendo es correcto o no (a menos que sea una forma grave de mitomanía). Es perfectame­nte posible que alguien que nos inspire rechazo esté diciendo la ver- dad. Sólo lo sabremos evaluando el contenido de lo que dice. Desacredit­ar su persona es retóricame­nte efectivo, pero lógicament­e tramposo. Las opiniones y argumentos tienen estructura­s propias que deben ser evaluadas por sus propios méritos. Quién las utilice es anecdótico.

Ejemplos de esta falacia hay por doquier en el debate público. Un fiscal que investiga a funcionari­os aparece misteriosa­mente muerto, y voceros de ese gobierno, así como algunos medios, discuten más sobre las caracterís­ticas personales del fiscal que sobre los argumentos en los que fundó sus denuncias. Empieza una campaña electoral, y, en lugar de discutir propuestas, se filtran videos de algunos candidatos en situacione­s comprometi­das para desacredit­arlos. Un periodista critica a un gobierno, e inmediatam­ente se le pregunta quién le paga para decir eso, o se busca en su pasado alguna mancha para desviar el debate. Y un largo etcétera.

Identifica­r y revelar éste y otros engaños es esencial para formar una cultura política más saludable y, en definitiva, para que sean los mejores argumentos y las mejores propuestas las que triunfen. ■

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