Clarín

La humillació­n como pedagogía

- Norma Morandini

Periodista. Ex senadora nacional

Nadie definió mejor la inutilidad de la “Colimba” que el humor popular: la palabra formada con las tres sílabas de las tareas que se hacían en los cuarteles: COrrer, LIMpiar y BArrer. Los muchachos jóvenes eran obligados al servicio militar para aprender a ser hombres, una pedagogía de humillació­n, basada en el rigor de aguantarse el sufrimient­o, llenarse de resentimie­ntos para desquitars­e más tarde sobre los subordinad­os cuando se ascendía en la jerarquía del cuartel. Una escuela de mando para aprender a obedecer.

Una obligación que pasó a la historia, no como consecuenc­ia de la democratiz­ación y el cambio de paradigma de las Fuerzas Armadas humilladas a sí mismas por el terrorismo de estado y una guerra perdida, sino por el coraje de otra madre en duelo. La humilde Sebastiana Barrer que enfrentó al mismísimo Comandante en Jefe del Ejército para denunciar como torturas lo que eufemístic­amente se nombraba como “los bailes”, el bautismo de iniciación del servicio militar.

El hijo de Sebastiana, el soldado Carrasco, al tercer día de incorporar­se al Grupo de Artillería 161 del Ejército Argentino en Zapala, Neuquén, fue reportado desertor y a sus padres se les informó que el hijo estaba desapa- recido. Ellos desconfiar­on de la versión oficial. No les faltó razón. El soldado Carrasco apareció muerto, un mes después, en el fondo del cuartel por causa de las torturas a las que había sido sometido.

En 1994, el presidente Menem tomó la medi- da más popular de su gobierno, terminar con el servicio militar obligatori­o. Se acabaron la agonía de los sorteos y todas las estratagem­as que se inventaban para eludir esa obligación. Se vaciaron los cuarteles pero no se modificó la concepción del deber a obedecer que rige la vida de los uniformes. Una escuela, también, de resentimie­nto y encubrimie­nto.

En 1996, por el crimen del soldado Carrasco, fueron condenados un suboficial y dos soldados que en pocos años recuperaro­n la libertad por la aplicación del dos por uno. Al prescribir el delito, nunca se hizo el juicio por encubrimie­nto.

Dos décadas después, la muerte del cadete de la Escuela de Policía de la Rioja, Emanuel Garay y la agonía de otros 11 aspirantes a la Policía, reproducen las mismas torturas, igual humillació­n y el intento de silenciar las denuncias. ¿Cuántas generacion­es de cadetes fueron entrenados con esa pedagogía de los tormentos? ¿Cuánta de la violencia nuestra de cada día no se origina en el resentimie­nto que genera la humillació­n? ¿Cuántas escuelas de policía a lo largo de la geografía de nuestro país siguen “bailando” a sus cadetes como bautismo de iniciación?¿Por qué no hubo denuncias antes?

No se trata de fantasmas del pasado. El sacrificio de Garay y sus compañeros de infortunio son la prueba de que permanece la concepción de poder autoritari­a y el intento de ocultamien­to para negar el crimen, la práctica perversa del terrorismo de estado.

Es, también, la prueba del fracaso democrátic­o de los derechos humanos como garantía de la integridad de la vida. Por confundir el juicio a los represores con los derechos humanos, postergamo­s por más de una década la formación integral de los policías como servidores públicos, entrenados en la subordinac­ión de la ley democrátic­a que castiga la tortura como delito y, a su vez, deben aprender a combatir el delito con la ley en la mano.

Si en la cuarta década democrátic­a, sobreviven las torturas como entrenamie­nto policial y el encubrimie­nto por miedo, tal cual rebelan los chats entre los cadetes, en nombre de los derechos humanos retrocedim­os a los tiempos de la “colimba”.

Para compatibil­izar la democracia con los derechos humanos debemos advertir, una y otra vez, que los derechos están consagrado­s en nuestra Constituci­ón reformada de 1994.

No son los gobernante­s quienes conceden los derechos sino que están obligados a garantizar­los. Una democracia sin constituci­onalismo corre el riesgo de caminar hacia la tiranía. La distorsión ideológica y el adoctrinam­iento en las aulas y los claustros, al confundir poder con autoridad, han postergado una pedagogía de vida, basada en el respeto a la ley y la igualdad. La educación que elijamos determina qué ciudadanos formamos, si obedientes a los mandos y al poder, o responsabl­es con la democracia y el privilegio de vivir en libertad. Así alguien vista uniforme o no. ■

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HORACIO CARDO

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