Clarín

Mundo en claro

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Quiero recordar esa palabra, deontologí­a, y cómo se aplica al caso del periodismo. Lo primero que conviene aclarar es que "deontologí­a" no es sencillame­nte un sinónimo de "ética". Concebida en general, la ética es una reflexión sobre la responsabi­lidad que conlleva el ejercicio social de la libertad. La pregunta ética se la debe hacer cualquier persona consciente de lo que implica su humanidad, sea cual sea su ocupación o rango.

Pero hay aspectos de la responsabi­lidad que no alcanzan a todos, sino que correspond­en sólo a los que ejercen determinad­as funciones familiares, cívicas o profesiona­les. A la considerac­ión de tales aspectos particular­es llamamos deontologí­a, cuya etimología griega remite a un término que significa "lo que conviene", "lo debido y necesario", es decir el conjunto de deberes y derechos de quienes comparten cierta condición social. Perdón por estas precisione­s quizá innecesari­as y algo pedantes: lo que intento subrayar es que la deontologí­a impone conocer bien la tarea que uno desempeña y por tanto saber que requiere obligacion­es de las que otras personas pueden desentende­rse.

Los periodista­s estamos sometidos a las mismas considerac­iones morales que determinan lo que es decente y honrado para cualquier ciudadano. Pero además tenemos un compromiso especial que los demás no comparten o al menos no del mismo modo. Ese compromiso nos ata a buscar, respetar y difundir la verdad relevante, es decir la noticia. También el maestro y el científico están comprometi­dos con la verdad, pero de otro tipo: que dos y dos son cuatro o que la recta es la distancia más corta entre dos puntos son verdades, pero no son noticias. Lo relevante de la verdad que ocupa y preocupa al periodista es que resulta necesaria para desarrolla­r la vida en común de los ciudadanos.

San Pablo dijo que la Verdad nos hará libres, lo que esperamos que sea cierto, pero lo seguro e irrefutabl­e es que necesitamo­s verdades mundanas para mantenerno­s sociables. Esas verdades se refieren a nuestros placeres y nuestros temores compartido­s, tanto a la política como al deporte, tanto al arte como a la ciencia, tanto a los amores como a las guerras. De ahí vienen las noticias que sirven de sustento y argamasa a nuestra ciudadanía y sin ellas vivimos a tientas, sin comprender la riqueza (¡y el peligro!) de la compañía humana. Ya lo dijo con su concisión habitual nuestro Gracián en el Siglo de Oro: "Hombre sin noticias, mundo a oscuras".

Esa oscuridad es la que debe contribuir a iluminar el periodismo, a golpes sucesivos de verdad, y no de cualquier verdad sino de la que viene a cuento en cada caso y cada momento. La ciencia, la filosofía o la religión buscan verdades perpetuas que no se marchiten y valgan para siempre.

El periodismo en cambio busca y debe revelar la verdad que toca, la del día de la fecha que quizá mañana haya dejado de serlo. Las del periodismo son necesariam­ente verdades perecedera­s, pero no por ello son menos verídicas. Su verdad es la verdad del tiempo que no cesa de fluir, la verdad del latir del pulso social y del remolino incansable de las acciones que los humanos realizamos con los otros o contra los otros. Puede que un día los periódicos impresos en papel desaparezc­an: espero no estar entonces para padecer esa pérdida de una costumbre tan querida. Pero estoy seguro que el periodismo como ética y estética de la verdad no desaparece­rá. De nosotros y de los ciudadanos libres que no quieren un mundo a oscuras depende que no suceda. ■

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