Clarín

Ese abrazo que nunca llegó

- Silvia Fesquet

Es usted un buen soldado”. “No, señor. Yo soy un simple panadero”. El diálogo, justo, escueto, contundent­e, desnuda así, sin más, una de las paradojas de la guerra. Saigo, apenas un adolescent­e reclutado por el Ejército Imperial Japonés, que sólo espera vivir para conocer a su hijita recién nacida, diestro quizás en el arte de amasar el pan, está a punto de librar una de las batallas más feroces y desiguales de la Segunda Guerra Mundial, frente a la Armada de los Estados Unidos. Es lo que relata Clint Eastwood en su extraordin­aria película “Cartas desde Iwo Jima”. En su momento, al presentarl­a, contó cómo, a medida que se sumergía en la escritura del guión de “Cartas...” y de “La conquista del honor” -el díptico que realizó mostrando el conflicto desde los dos bandos-, observaba que los chicos de 19 años que allí pelearon, en una y otra trinchera, compartían idénticos miedos, y en las cartas escritas a sus familias decían lo mismo: “No me quiero morir”. El recuerdo de ese breve parlamento entre el joven soldado y el comandante japonés, en el arranque de esta columna, no es casual hoy, en la conmemorac­ión del Día del Veterano y de los caídos en la guerra de Malvinas.

Vaya a saber por qué una imagen se impone - arbitraria, como son las seleccione­s, sobre todo las inconscien­tes- en esta nueva recordació­n. La memoria vuelve a aquel helado día de junio en que lo entrevisté en su humilde casa de Cura Brochero, en las sierras cordobesas, pocos años después de la guerra. Para la foja de servicios era el soldado clase 1962 Raúl Rolando Allende. Para su mamá, Arminda, era simplement­e Raulito. Recuerdo que tuve entonces la impresión -y así lo escribí en la nota publicada en revista La Semana-, de que el diminutivo lo acompañarí­a de por vida. La guerra lo había devuelto con sus dos piernas amputadas, en una silla de ruedas que casi no usaba: apenas se levantaba de la cama. El impacto de una esquirla de mor- tero en la médula espinal en la mañana del 27 de mayo, los cuatro días que pasó a la intemperie semicongel­ado, mientras lo daban por muerto, hasta que logró ser rescatado, derivaron en esa mutilación y en una dura serie de secuelas más. Trabajaba como ayudante de albañilerí­a en Río Cuarto cuando llegó la citación del Ejército para hacer una “colimba” de la que estuvo a punto de salvarse: tenía problemas de visión en su ojo derecho; a las islas había marchado desde el Regimiento 8 de Infantería de Comodoro Rivadavia. De Raulito recuerdo la mirada, desde el fondo del socavón de sus profundos ojos negros; una calma y un aplomo que parecían extraños en su cuerpo y en su historia, y la ausencia de quejas, reclamos o resentimie­ntos, a pesar de las condicione­s adversas que le tocó enfrentar, allá y acá. Lo que más lamentaba era no poder volver a andar a caballo (“Fue mi vida desde chiquito; uno nacía para eso”). Nunca, me dijo, había pensado en suicidarse.

No sé qué habrá sido de Raulito; no sé qué habrá hecho Arminda con las lágrimas que, fuera de la vista de su hijo, apenas lograba contener. Según datos oficiales, 649 fueron los combatient­es argentinos caídos en Malvinas. Aunque en este caso no hay informació­n fidedigna, algunas fuentes calculan que son otros tantos los que murieron después de la guerra, quitándose la vida, o en muertes caratulada­s como accidentes pero que, para muchos, fueron apenas suicidios encubierto­s. Y tan fuerte como la imagen de Raulito aparece hoy la figura de otro ex combatient­e, décadas después, preguntánd­ose cómo habría sido todo si en aquel regreso sin gloria, se los hubiera esperado con un abrazo. Triunfalis­ta y negadora, la sociedad no se los dio entonces. Para ese abrazo, 36 años después, tal vez ya sea tarde. Aún estamos a tiempo de darles las gracias, y pedirles perdón.

De la guerra volvió con las dos piernas amputadas, en una silla de ruedas que casi no usaba.

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