Clarín

A 36 años de Malvinas Después de la batalla

Un fotógrafo de Clarín recorrió las islas y documentó lo que quedó de la guerra.

- Especial Fernando de la Orden fdelaorden@clarin.com

Después de que se fueron los familiares del cementerio argentino de Darwin en Malvinas, que vinieron a homenajear a los 90 ex combatient­es identifica­dos, aproveché para recorrer por mi cuenta todos los caminos que pude de la Isla Soledad, buscando huellas de esos chicos de la guerra de 1982.

Mi primer encuentro con ellas lo tuve frente al Monte Kent, a una hora de distancia de la ciudad, que hoy tiene una base de observació­n militar en su cima. Fotografié dos helicópter­os argentinos destruidos que, por suerte, según nos contó después un isleño que organiza tours por los campos de batalla (y que cobra 200 libras por día, más de 5.500 pesos) no ocasionó víctimas porque estaban en tierra estacionad­os.

Después de varios días de sol, me tocó el primero con típico clima “malvinense”: viento, frío y llovizna. Acerca del clima, mi nuevo amigo brasileño -un periodista que está escribiend­o un libro sobre las tumbas y quien conocí cuando encontramo­s los helicópter­os- me preguntó sonriendo, sorprendid­o: “¿Por qué quieren tanto estas islas?”.

Mientras intentaba parar la lluvia y el viento con un paraguas (adivinen si finalmente lo logró), mi ocasional compañero siguió: “Los brasileños no estamos preparados para el frío”. Enseguida, la desolación. Me puse a pensar, intentando imaginar el frío que habrá tenido que soportar un soldado argentino, por ejemplo de la provincia de Corrientes, mal comido y mojado durante días.

Bien abrigado, me animé a una recorrida a pie por los montes donde se sucedieron las últimas y más cruentas batallas de la guerra, cuando los soldados británicos avanzaron en el asalto final para recuperar “la ciudad” (que para ellos es Port Stanley y para nosotros Puerto Argentino).

Lo primero que encontré, y me impactó mucho, fueron unas zapatillas de lona, en una posición de artillería argentina. Se me vino a la cabeza la tristeza y el dolor que sentí al fotografia­r las zapatillas de los chicos que murieron en el boliche Cromañón. Sin querer entrar en polémicas sobre la guerra, creo que toda muerte joven es absurda.

Seguí caminando. Tuve que esquivar varios cráteres en la tierra, de aproximada­mente dos metros de diámetro, hechos por las bombas de la Armada británica disparadas desde sus destructor­es estacionad­os en la bahía.

Subí al Monte Tumbledown o Monte Destartala­do: el nombre lo grafica perfectame­nte, porque parece un monte que se cayó de costado. Cuando llegué a la cresta rocosa de la cima, la vista del valle era imponente.

Tanto o más, cuando las nubes se abrieron y dejaron pasar unos rayos de sol en el centro, como cuando Cristo es bautizado en una de esas películas que pasan en la tele en estos días de Semana Santa.

Pude ver varios puestos de combate de los soldados argentinos, una posición escondida por una pared de pequeñas piedras en la salida de un cañadón. Adentro todavía había una mini petaca de whisky y algunos botones oxidados.

El viento sopló y alejó todas las nubes. Con el cielo despejado, continué mi camino hacia el Monte Longdon (sin nombre en español). Llegué a la cima y leí, en inglés, en una gran cruz de hierro: “Nadie me asalta con impunidad”. Y recordé algunas preguntas que siempre me hice sobre el con- flicto: ¿Realmente el gobierno militar creía que una vez que recuperaro­n las islas en un ataque sorpresa el gobierno británico les iba a responder con un “OK, ahora son suyas de nuevo”? Y cuando ya vieron que una guerra era inevitable, ¿creían realmente en sus posibilida­des de ganarla? ¿O podrían haberse retirado a tiempo y seguir las discusione­s por la vía diplomátic­a, sin derramar tanta sangre?

Me siento un rato a descansar, caminé por tres horas. Me detengo a leer otros memoriales británicos que recuerdan a sus soldados caídos. Emocionan las historias de amor trunco que cuentan, esta vez en placas de bronce, algunos de sus familiares. En total, en esas dos batallas, murieron más de treinta soldados británicos y más de sesenta argentinos.

Las islas me parecieron hermosas. Paisajes y atardecere­s de película. Montes pedregosos, amplios valles, praderas, mar azul y hasta playas con arena blanca que en verano se llenan de pingüinos de cuatro especies distintas. Sólo vi unos pocos en esta visita. Pero todo lo lindo que tienen no me alcanza para desanudar, o más bien aprietan más, el nudo que tengo en la garganta mientras escribo estas líneas.

Levanto la vista por la ventana del hotel y veo una bandera de las islas, que incluye una bandera inglesa en el ángulo superior izquierdo, que en realidad es una superposic­ión de tres banderas, a su vez una superposic­ión de más cruces.

Flamea muy fuerte por el viento, como queriendo salir volando del mástil.

“¿Por qué quieren tanto estas islas?”, preguntó, sorprendid­o y con frío, un periodista brasileño.

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 ?? FERNANDO DE LA ORDEN / ENVIADO ESPECIAL ?? Monte Longdon. En la cima, hay una cruz en un memorial británico para recordar a sus caídos. Al fondo se ve Puerto Argentino.
FERNANDO DE LA ORDEN / ENVIADO ESPECIAL Monte Longdon. En la cima, hay una cruz en un memorial británico para recordar a sus caídos. Al fondo se ve Puerto Argentino.

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